Sensible por una vez a las verdaderas necesidades de la población, la Unión Europea se dispone a reducir los impuestos de los bares y restaurantes a los que la crisis está dejando sin parroquianos. Bajará el IVA de las tabernas y por tanto el precio del vino, lo que siempre es de agradecer en momentos de emergencia alcohólica nacional como los que ahora mismo atravesamos.

La noticia es particularmente alentadora para Galicia, país donde la gente bebe recio y el número de bares por kilómetro cuadrado duplica la media europea. Más que una simple expendeduría de bebidas, el bar es aquí una institución de orden político, etílico y social en la que los parroquianos se reúnen para hablar mal del Gobierno y arreglar el mundo a grandes voces. Cierto es que las chiquitas -o tazas, o cuncas- han pasado a los museos de etnografía para dejar paso a las cañas y los vinos de marca; pero el espíritu de la vieja taberna se mantiene en lo esencial.

De ahí que los bares sean un indicativo mucho más fiable que los datos del IPC o del INEM para diagnosticar el estado de las finanzas del país. Entendido esto, muy mal deben de ir las cosas cuando los burócratas europeos han decidido acudir al rescate de las tascas amenazadas por la cada vez más rápida despoblación de los bolsillos. Y es que la clientela que resistió firme a pie de barra el tremendo "redondeo" al alza del euro empieza a flaquear ahora en Galicia como consecuencia de la acelerada desaceleración de la economía.

El dato no puede ser más inquietante en la medida que el de los bares y posadas venía siendo uno de los pocos gremios capaces de obtener beneficios en situaciones de crisis. Es lógico. La falta de liquidez monetaria impulsa a la gente a ahogar sus penas en licores espirituosos, circunstancia que alegra imparcialmente al bebedor y al posadero encargado de hacer caja.

Pero esos fueron tiempos. Lo de ahora más parece un maremoto que una simple crisis que en su formidable avance ya ni siquiera respeta instituciones tan sagradas en Galicia como el bar. Tanto es así que los parroquianos que habían aguantado impertérritos la embestida de las leyes contra el vino y la fumeta urdidas por una virtuosa ministra, empiezan a abandonar los templos de Baco ante la fuerza de este tsunami que amenaza con barrerles la cartera.

Si ni aun los bares están a salvo de la crisis, poco cuesta deducir que la situación se aproxima mucho a la catástrofe. Al igual que las marelas, la lluvia, las nécoras y el románico, el bar es uno de los últimos rasgos propios que nos van quedando a los naturales de esta parte de la Península; y no estamos ya los gallegos para perder más patrimonio.

Sólo los irlandeses ebrios de cerveza y literatura pueden compararse a nosotros en punto a devoción por las tabernas que, tanto allá como aquí, prestan muy valiosos servicios a la causa de la sociabilidad y la tolerancia.

Bien es cierto que Zola pintó en "La taberna" un cuadro más bien sombrío de este tipo de establecimientos, pero la novela estaba ambientada en el siglo XIX y, a mayores, no conviene mezclar la ficción literaria con la realidad. En el caso de Galicia, la existencia de un bar, café, taberna o furancho casi cada dos portales es perfectamente compatible con que los naturales de este país batan marcas de longevidad dentro de la Península. Ya sea porque tienen el hígado blindado, ya porque el alcohol es un magnífico conservante de cualquier producto, lo cierto es que los gallegos llegan a viejos con facilidad a pesar de las muchas velas y botellas que le ponen al dios Baco.

Tal vez consciente de esos valores sociales, históricos y hasta sanitarios del bar, la Unión Europea ha decidido tomar cartas y tasas en el asunto para salvar de la crisis a este centro gallego por excelencia. Lástima que la Xunta no ponga el mismo interés en salvaguardar su propio patrimonio.

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