L a verdad es que, a poco que se piense, es posible que tengan razón quienes creen que lo peor de la crisis es la aparente ausencia de remedios para salir de ella o, al menos, la poca consistencia de los que hasta ahora se han expuesto. Porque todo el mundo coincide en el diagnóstico de los males -el frenazo de la construcción, los precios del petróleo y las restricciones financieras- pero nadie acierta con la receta para curarlos, y ya se sabe que cuando eso pasa lo más probable es que el enfermo acabe en el camposanto.

Los observadores más agudos han dicho ya que es posible que lo peor esté por llegar, y no sólo porque las soluciones escasean, sino porque quienes podrían aportar algunas de las pocas posibles, que son las fuerzas políticas, no osarán a hacerlo por su elevado coste electoral. Y es que al resultar por un lado dolorosas para la gente corriente, y por otro molestas para los poderes fácticos, hallar quien le ponga el cascabel al gato resultará una tarea con muy pocos voluntarios reclutados además en el campo de los suicidas.

Y es que, guste o no asumirlo, esta es una crisis de todo el sistema y sobre todo de los métodos que utilizó para desarrollarse en estos veinte últimos años. Probablemente desde que la caída del muro de Berlín visualizó el fin del otro modelo, el oriental, paralelo y que de algún modo frenaba posibles excesos del llamado occidental. Unos excesos que multiplicaron -tras beatificarlo- el consumo, recalentaron la demanda y amenazan ahora con provocar un estallido económico, una explosión social o quién sabe qué otra cosa.

Uno de los aspectos peores de cuanto ocurre es que a quienes pretenden prevenir efectos directos y colaterales aún más dañinos se les descalifica como agoreros o alarmistas y se rechazan sus consejos por muy sensatos que suenen. Hay quien piensa que los gobiernos buscan eludir así cualquier posibilidad de que alguien acabe dándose cuenta de que buena parte de todo esto que sucede es, de algún modo, culpa suya, o por no haber sabido o querido prevenir o, peor aún, por ocultar por razones electorales lo que iba a suceder.

Claro que los gobiernos sólo son reflejo de la sociedad de la que proceden y ésta tuvo y tiene también su parte de responsabilidad en lo que hay. Los empresarios, que quisieron multiplicar sus beneficios hasta unos niveles casi nunca vistos; los ciudadanos, que creyeron que podrían atar los perros con longanizas; los sindicatos, que gastaron mucha pólvora en salvas y, por supuesto, el sistema financiero, que olvidó su lado social en aras de una voraz competencia pata hacerse con cuanto más mercado, mejor.

Entre todos, y por todos, los demonios andan sueltos, y nadie sabe qué exorcismo será eficaz para devolverlos a su lugar. Ocurre que tiempo no es precisamente un elemento que abunde, así que más vale que espabilen, por si las moscas.

¿Eh..?