Hace ya más de treinta años que el grupo británico Supertramp lanzó al mercado su álbum: "¿Crisis? ¿Qué crisis?", coincidiendo precisamente con una espectacular subida de los precios del petróleo que puso patas arriba la economía mundial. Ahora que la historia se repite, ya no son los viejos rockeros sino todo un presidente del Gobierno de España el que canta aquel antiguo tema. Lo malo es que se ha tomado el estribillo en serio.

Inspirado o no por la música de Supertramp, el presidente Zapatero huye estos días de la palabra "crisis" como el demonio de un crucifijo, aunque para ello tenga que ensayar todas las variantes posibles de la ingeniería lingüística. Habla de "crecimiento debilitado", de "brusca desaceleración", de "fuerte ajuste" y hasta del sursum corda con tal de no mentar la bicha de ese vocablo convertido en tabú.

Al igual que los niños se tapan los ojos con la ingenua ilusión de que eso los haga invisibles a cualquier amenaza, Zapatero parece haber llegado a la convicción de que basta no citar su nombre para que el monstruo de la crisis desaparezca. Se conoce que no ha leído a Augusto Monterroso, autor de este famosamente breve cuento: "Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".

El riesgo de no querer ver o siquiera nombrar al dinosaurio de la inflación, el paro y el empobrecimiento general es que el iguanodonte acabe por comérselo a uno por más que se tape los ojos. Si un gobierno se empeña en que no hay crisis, lo natural es que no tome medida alguna para combatir un fenómeno inexistente. Aunque el bicho, como en el cuento de Monterroso, siga ahí cada mañana cuando Zapatero se despierta.

Mucho menos tosco de lo que sugería su perfil de vaquero de película, el presidente norteamericano Ronald Reagan hizo en su día una ingeniosa definición de la crisis que acaso pudiera servir al actual jefe del Gobierno español. Decía el conservador Reagan que "una crisis es cuando tu vecino pierde su empleo; una recesión es cuando tú pierdes el tuyo y una recuperación cuando Jimmy Carter pierde el suyo". (Sobra decir que Carter era en los años ochenta el presidente de Estados Unidos al que Reagan se enfrentó y destronó con algo más que frases tan ocurrentes como esta).

Cierto es que las crisis suelen pagarlas por ley natural los trabajadores y las clases más desvalidas; pero la experiencia de Carter y tantos otros sugiere que tampoco los gobernantes están a salvo de perder su empleo cuando el paro se extiende entre la población.

Indulgente por lo general con las pequeñas extravagancias del gobierno, la gente muestra sin embargo una rara tendencia a irritarse cada vez que se queda sin trabajo y/o los precios le muerden más de lo razonable la cartera. Llámesele crisis, desaceleración acelerada o crecimiento negativo, eso es lo que empieza a pasar ahora en España: y lo peor es que el dinosaurio apenas ha enseñado aún la patita. Será necesario que ruja con fuerza para convencer a Zapatero de que efectivamente está ahí y algo tendrá que hacer, siquiera sea por conservar su empleo.

Paradójicamente, sólo la Galicia de larga fama conservadora puede aportarle algún consuelo al presidente en estos tiempos de tribulación. Lejos de crecer como en el resto de España, el paro no deja de menguar aquí desde hace algunos meses, circunstancia de la que bien podría deducirse que no hay crisis en el país de la gaita.

Y aunque la hubiera -como seguramente la habrá-, lo cierto es que los gallegos tienen una experiencia en desventuras lo bastante larga como para que esta pase inadvertida. Un país que soportó estoicamente siete mareas negras, la desabrida reconversión de sus astilleros, una epidemia de vacas locas, el hundimiento de su flota pesquera y una pavorosa oleada de incendios e inundaciones no va a asustarse ahora por una vulgar crisis económica que, además, no existe. Zapatero lleva razón.

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