Si alguien tenía dudas sobre la pervivencia del patriotismo en un mundo dominado por el capitalismo transnacional ahí tiene como materia de reflexión las espectaculares explosiones sentimentales de las masas durante las campeonatos de Europa de selecciones nacionales. Hemos visto a miles de personas (hombres y mujeres, jóvenes y viejos) expresar, sucesivamente, su alegría o su tristeza en los campos de juego y en las calles de las ciudades. Unos agitando banderas, otros cantando a coro, y no pocos con la cara pintada con los colores de la tribu, como hacían los antiguos guerreros antes de entrar en combate. Y el mismo sentimiento que las masas lo exhibieron también los honorables miembros de la clase dirigente. Jefes de estado y de gobierno, reyes y altos dignatarios saltaban, se abrazaban, o se mesaban los cabellos en el palco, según la evolución de los acontecimientos. El rey de España levantó los puños para celebrar una parada de Casillas en el lanzamiento de un penalti, y uno de los componentes del gobierno turco se abrazó efusivamente a una señora vestida al uso islámico que estaba a su lado. Lo que viene a demostrar lo mucho que hay de hipócrita artificiosidad en esa campaña contra el supuesto sometimiento de la mujer al hombre en los países de cultura mahometana. En cualquier caso, debemos felicitarnos de que nuestros jerarcas hayan perdido, al fin, ese hieratismo convencional, de fingida cara de palo, que les impedía dar rienda suelta a sus emociones en la tribuna. Hace bastantes tiempo, allá por 1982, cuando se celebraron en España los campeonatos mundiales de fútbol, el entonces presidente de la República italiana, Sandro Pertini, que era un anciano muy simpático, suscitó la atención general cuando se levantó en el palco de autoridades para dar palmadas, reír y expresar su alegría ante un gol de su país. La anécdota fue muy comentada porque era la primera vez que se rompía una norma de protocolo universalmente aceptada. La masa podía expresar sus sentimientos ruidosamente, pero los altos dignatarios estaban condenados a reprimirlos. Con carácter general, las competiciones deportivas modernas son un importante catalizador de sentimientos patrióticos sin necesidad de efusiones de sangre. En casi todas las disciplinas, España había conseguido éxitos importantísimos, pero faltaba el fútbol profesional para alcanzar la felicidad absoluta. Afortunadamente, hemos superado cotas anteriores y parece que estamos, por fin, en el buen camino. El vaticinio tenebroso de que el país estaba a punto de saltar en pedazos parece no tener mucho sentido a la vista de la generalizada euforia. Antaño el patriotismo se refugiaba en los cuartos de banderas y en las sacristías, pero ahora lo hace en los vestuarios de los equipos de fútbol. Es un cambio sustancial. El conocido filósofo holandés Johan Cruyff, que reside en Barcelona, dijo en una ocasión que el gran problema de la selección española residía en la falta de identidad nacional. En su opinión, los jugadores y el seleccionador no se identificaban plenamente con esa camiseta y preferían alcanzar la gloria con el equipo de su club antes que con el representativo del país.