El Consejo Europeo que se acaba de celebrar en Bruselas ha constatado un nuevo frenazo al proceso de construcción europea. Primero los franceses y los holandeses se cargaron el proyecto de constitución que ahora, ya descafeinado, ha recibido un nuevo varapalo de los irlandeses (que curiosamente son de los mayores receptores netos de fondos comunitarios), mientras en el horizonte apuntan otras amenazas procedentes de una República Checa que alude a dificultades de derecho interno, al tiempo que no oculta su mezquina ambición de presidir la Unión el segundo semestre del año próximo -cosa que no ocurriría con el Tratado de Lisboa en vigor- lo que le daría una oportunidad única en su historia de jugar un papel de primer orden en la escena de nuestro continente. Como para desanimar a cualquiera. Mientras, y a falta de otras ideas mejores, nuestros jefes de estado y de gobierno han decidido tirar para adelante como si nada hubiera ocurrido, seguir con las ratificaciones pendientes y dar tiempo a Irlanda para que encuentre por sí misma una solución al problema en el que se ha metido y nos ha metido a todos.

En estas condiciones no hay más remedio que aplazar sine die el proceso de ampliación un tanto desbocado de los últimos tiempos, empeñados a la británica en crecer antes que en integrar. Los perjudicados son Croacia, Turquía y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM), que están en la lista de espera comunitaria. No tiene sentido que el club siga aceptando nuevos miembros mientras no sepamos lo que somos, lo que queremos ser y -sobre todo- no seamos capaces de dotar a los 27 de unas instituciones y reglas de juego aceptadas por todos.

Lo del Reino Unido es muy curioso y creo que también muy revelador.

Ha tenido que paralizar su proceso de ratificación parlamentaria del Tratado de Lisboa porque se ha presentado una demanda ante un juez pidiendo que el asunto se decida en referéndum, que es lo mismo que cargárselo porque en una consulta popular no tendría la más mínima posibilidad de conseguir el apoyo de los británicos, que se comporta- rían igual que los irlandeses acaban de hacerlo.

No me parece serio, y que conste que yo soy un europeísta convencido ¿A qué estamos jugando? En lugar de enfrentar el problema, se buscan mecanismos para eludirlo. El fondo es que las opiniones públicas de muchos países europeos no acaban de ver las ventajas de Bruselas y nadie parece capaz de explicarlas cuando existen y están ahí. Nos faltan los Schumann, Monnet o Delors, líderes capaces de ilusionar con un proyecto que es mucho más que una reunión de mercaderes. Los dirigentes de esta Europa no logran trasladar a los ciudadanos las bondades de una estructura que se ve lejana, burocrática, intervencionista, opaca, con un serio déficit de democracia interna y rodeada de una maraña legislativa de tal calibre que nadie entiende y que provoca una desconfianza que se agrava en tiempos de recesión económica como los que estamos viviendo. Pero nadie parece tener agallas para hacer frente a estas percepciones y, si responden a una realidad, cambiar esa realidad.

En lugar de ello, parece como si los gobernantes y los pueblos hubieran elegido caminos separados en una ``italianización´´ de la política que entre nosotros se da en el caso vasco, donde el gobierno se radicaliza mientras la opinión pública permanece más serena y todavía con altas cotas de sentido común. Pues lo mismo ocurre en Europa, donde en lugar de explicar se escamotean el debate y las aclaraciones mientras se buscan atajos para lograr sacar adelante como sea lo que el pueblo soberano no votaría.

Pero ya se sabe, como decía Brecht, que cuando un gobierno y un pueblo disienten lo que hay que hacer es cambiar al pueblo.

* Embajador de España en EE UU