Buscaba un taxi cuando vi algo que brillaba en el suelo. Era una llavecita que guardé en el bolsillo. Más tarde, al observarla detenidamente, advertí que, pese a ser de plata, parecía de verdad. Quiero decir que algo se abría y se cerraba con ella, aunque no se me ocurrió qué. Me recordaba, por su forma, una que había en casa, perteneciente al estuche de la máquina de coser de mi madre. Pero las llaves de estos estuches eran de metales humildes. También se parecía a la de los plumieres antiguos, pero la que había encontrado era más grande. Durante el resto del día atendí con diligencia a mis obligaciones. En ocasiones, mientras hablaba con la gente, metía la mano en el bolsillo y recorría sus formas. Tenía la cabeza en dos sitios a la vez, lo que tampoco es raro.

Por la tarde, al abrir la última novela de Juan Cruz, en cuya lectura andaba engolfado, tropecé con un pasaje en el que el narrador describe la redacción de un periódico de los años 70. Cuenta que un compañero llegaba cada día, se sentaba ante su mesa y sacaba del bolsillo una llavecita con la que abría el estuche de su máquina de escribir. ¡La llavecita!, me dije. Se trataba, en efecto, de la llave del estuche de una máquina de escribir. Quizá, dado lo valiosos que eran simbólicamente aquellos artefactos, hacían sus llaves de plata. De repente, adquirió sentido el hallazgo de la maña, se cerró un círculo. Pude por tanto meter la llave en un cajón cualquiera y olvidarme de ella.

Somos consumidores insaciables de sentido. Reconocemos una coincidencia a dos leguas de distancia. Las familias en las que nace un niño a los pocos días de morir la abuela interpretan el hecho como un buen augurio. No es que crean exactamente que el espíritu de la abuela se haya encarnado en el del nieto, pero sienten que algo que se había abierto con aquella muerte se cierra con este nacimiento. Nos gustan las películas que terminan de este modo por las mismas razones que a mí me tranquilizó encontrar en el pasaje de una novela una llave que me había encontrado horas antes en la calle. Sobre eso no tengo ninguna duda: era la misma. A veces, se desprenden de la ficción cosas que van a parar a la realidad. Y viceversa. A ver si se lo cuento a Cruz.