A estas alturas, y visto lo ocurrido en los días precedentes -que no fue nuevo, pero que sí alcanzó una virulencia desconocida hasta ahora- parece evidente que el mundo laboral, en sus diferentes versiones, necesita no sólo clarificación, modernización y un reajuste amplio, sino una regulación adecuada a los tiempos actuales. Especialmente en el sector del trabajo autónomo, una actividad en expansión, a la que están llegando muchos ciudadanos que, a la hora de la verdad, se mueven en un desamparo casi absoluto.

En este punto es casi seguro que algunos observadores, entre ellos todos los que se mueven en el amplio escenario de lo oficial, replicarán con el dato de que ese sector tiene, y precisamente por iniciativa del gobierno, un estatuto marco que ha sido históricamente su principal reivindicación. Y eso es cierto, pero también lo es que en el año y pico transcurrido desde su aprobación nadie, ni en el PSOE ni en sus aledaños, ha movido verdaderamente en serio un dedo para desarrollar el texto básico.

Es bien cierto que el perfil de la profesión, probablemente el más diverso y a veces contradictorio de cuantas componen el mundo de las relaciones laborales, hace especialmente difícil su regulación y, además, el tratamiento de sus problemas. Tanto que hay quien afirma incluso la imposibilidad de encontrar interlocutores lo bastante representativos como para garantizar no sólo acuerdos, sino su asunción y aplicación práctica posterior. Y, a la vista de lo ocurrido estos días, hay mucho de verdad en ello.

Aun así, nada hay más tozudo que los hechos, y estos demuestran que los autónomos son cada vez más, tienen una incidencia -e influencia- creciente en la actividad diaria del país pero carecen de seguridad jurídica a día de hoy para ellos y sus derechos. Y como consecuencia, tampoco la hay para quienes utilizan sus servicios y para los ciudadanos que en general los necesitan, especialmente en los terrenos de la pesca y del transporte de mercancías y de pasajeros, además por supuesto del sector agrario.

Ese hueco, real y especialmente negativo, ha provocado la inexistencia de una regulación en el reciente conflicto de los camioneros, por ejemplo, de forma que se garantizasen unos servicios mínimos y poder evitar así importantes daños a terceros que, en muchos casos, eran también autónomos. Aparte los de la ciudadanía, que acabó exigiendo de la autoridad gubernativa acciones contundentes para garantizar la seguridad personal, aunque se anulasen los motivos del conflicto, muchos de ellos plenamente justos.

El Gobierno, que demostró en la previsión y tratamiento inicial de este conflicto una incapacidad preocupante tiene la obligación de extraer ahora las consecuencias que no quiso o no pudo en casos anteriores. No para recortar derechos, sino para garantizarlos.

¿O no...?