El partido más endeudado de España es precisamente el que ahora gobierna, detalle que no hace sino confirmar la solidez de su poder. Ya se sabe que para ser alguien en este país hay que empufarse en una cantidad no inferior a los diez millones de euros: cifra que superan con holgura la mayoría de los grupos representados en el Congreso.

Más de 62 millones debe por ejemplo el partido socialdemócrata que administra los dineros del Estado, si hemos de dar crédito a los cálculos que ha hecho en su última fiscalización el Tribunal de Cuentas. Le sigue a considerable distancia el primer -y casi único- partido de la oposición, que no sólo tiene menos votos, sino también menos pufos: unos dieciséis millones de euros. Cifra que, por cierto, presenta a los conservadores como unos pobres de solemnidad, a pesar de la extendida fama de capitalistas que los adorna.

En lógico orden descendente están los demás, a saber: Izquierda Unida y el PNV con catorce millones cada uno y los nacionalistas catalanes de Convergencia i Uniò, que suman aproximadamente diez millones de euros. Muy por debajo de ese listón figuran ya los partidos que por su escaso tamaño no pueden permitirse el lujo de contraer una deuda lo bastante considerable como para acreditar poderío económico y del otro.

Sumados todos los números rojos, la deuda de los partidos asciende en total a 150 millones. Una cantidad que no es precisamente moco de pavo ni pedrada en ojo de boticario, pero que tampoco invita a "rascarse las vestiduras", según la feliz expresión ingeniada en su día por un dirigente futbolístico.

Ya que de eso hablamos, cualquier equipo de fútbol que se precie es muy capaz de acumular deudas superiores a las del más derrochador de los partidos. Los 150 millones que deben los políticos son en realidad una minucia comparados con los 2.000 millones que los clubes de la Liga -expertos en meterle goles a Hacienda y a la Seguridad Social- adeudan a toda suerte de acreedores.

De ello se deduce que adquirir y mantener una buena deuda es condición indispensable para el éxito, así en la política como en el fútbol. Obsérvese que los grandes equipos son a menudo los más empeñados, del mismo modo que el partido ganador en las elecciones tiende a sumar tantos votos como descubiertos en sus cuentas bancarias.

Aquellos que en su inexperiencia desconocen esta regla de oro acaban por pagarlo caro, tal que -un suponer- le ocurrió al Celta cuando hace un par de años quiso bajar la cuantía de su deuda y todo lo que consiguió fue bajar a Segunda. Después de todo, el fútbol no es más que una variante de la política con distintos hinchas y camisetas.

Cierto es que los políticos -a diferencia de los jerarcas del balompié- se presentan a las elecciones bajo la promesa de administrar eficazmente los recursos del país y poner orden en las finanzas públicas. Mal parece condecirse ese deseo con la aparente incapacidad que todos ellos demuestran para llevar las cuentas domésticas de su propio partido; pero se conoce que nada tiene que ver una cosa con la otra. Y es que, milagrosamente, los presupuestos del Estado han arrojado superávit durante los últimos años a la vez que el partido gobernante no paraba de engordar su deuda.

La explicación a ese enigma acaso resida en que la economía es una ciencia misteriosa que obedece a sus propias reglas sin importar gran cosa lo que hagan o no los gobiernos. El peor de los gobernantes podrá salir airoso si corren tiempos de bonanza y poco o nada podrá hacer el más diestro si el Euribor se le desmadra o la construcción se le viene abajo.

Lo único demostrable por la experiencia es que el triunfo en la política y en el fútbol exige una notable habilidad para endeudarse. El que no consiga deber al menos diez míseros millones, mejor que se dedique a otra cosa.

anxel@arrakis.es