Entre las hazañas presidenciales de Bill Clinton se encuentra la de haber bombardeado y destruido en 1998 la principal fábrica de medicinas de Sudán. En eso fue un claro predecesor de George Bush Jr.: también entonces trató de justificarse aduciendo que se trataba de un campo de entrenamiento terrorista y una fábrica de armas. Después, tras el examen del polvo y los cascajos, se demostró que allí sólo se producían medicinas, las pocas disponibles en uno de los países más pobres de la Tierra. Esta gratuita acción armada fue ejecutada, en realidad, para desviar la atención de la opinión pública sobre el escándalo del otro entrenamiento que la becaria Lewinsky había hecho bajo su mesa del Despacho Oval, por donde gateaba de vez en cuando mientras el jefe dominaba el mundo. Bill Clinton ha reconocido, también, su pesadumbre por no haber actuado ante masacres anunciadas como la de Ruanda o Srebrenica. Es un gesto que se agradece, pero no evita que, habiendo sido el más progresista de los presidentes estadounidenses, hoy represente ese statu quo político donde todo es lo mismo aunque parezca diferente. Y su mujer no le va a la zaga. De luchar a brazo partido contra las poderosas compañías privadas de seguros, que presionan para seguir manteniendo en ese país un sistema público de salud tercermundista, pasó a formar parte de sus consejos de administración. De ser la esperanza femenina de la izquierda americana, pasó en esta campaña a defensora ultra de Dios y de las armas, entendidos a la manera bushiana. No ha sabido romper el hielo histórico. Hace ahora veinte años, su colega demócrata Michael Dukakis perdió las elecciones ante Bush padre. Entre los factores que propiciaron su derrota se señaló entonces la "falta de patriotismo" y su intención de reducir el presupuesto de Defensa, a pesar de que, consciente de estas acusaciones, en los últimos días de campaña se hizo fotos subido a un tanque con un casco guerrero en la cabeza. No pudo romper el hielo histórico porque hace veinte años las cosas eran bien distintas. Hillary Clinton podía haberlo hecho ahora, pero prefirió amarrar votos en los viejos muelles ideológicos de siempre. Como su marido, como sus gestos, como su sonrisa, como sus palabras es ya puro pasado, y, desde esta perspectiva, sería una gran pena que se aupara a última hora a la vicepresidencia americana. Sería como un colocar un daguerrotipo en medio de tanta foto moderna. Pero, en fin, tampoco seamos ingenuos, que la negritud, y ni siquiera las palabras, son un valor en sí mismo. Lo importante son las acciones, y con toda seguridad también Obama tendrá que pagar el peaje de las armas y los dioses si algún día posa sus pies en el suelo del Despacho Oval, el mismo suelo por donde Mónica Lewinsky gateaba mientras a su jefe le informaban por teléfono que los serbios, con la bayoneta calada, entraban ya en la ciudad situada.