Uno de los elementos más polémicos del sistema de protección contra la llamada violencia machista -definición que tampoco gusta a todos, por cierto- es el establecimiento de una discriminación positiva en materia penal. Consiste en que, tal y como ha ratificado recientemente una sentencia del Tribunal Constitucional acogida con singular polémica, a la mujer le será impuesta por el mero hecho de serlo una pena inferior a la del hombre aún en el supuesto de la comisión

delitos semejantes. Algunos juristas, defensores del fallo, han señalado que la esencia de esa decisión está en la consideración de que la mujer actúa desde la presión previa del maltrato, y en consecuencia su reacción, incluso en caso

extremo, ha de juzgarse a la luz de circunstancias atenuantes

específicas, entre ellas la de legítima defensa. Quienes se oponen a esa interpretación subrayan la omisión de elementos claves como la proporcionalidad entre agresión y respuesta y, en general, la ruptura con la doctrina penal moderna, que parte de la igualdad. Análisis aparte -aunque cumple señalar que la mayor parte de los juristas profesionales rechazan esa discriminación, que no creen positiva- hay un dato que se

admite por una mayoría técnica y social muy cualificada;

que la protección práctica de la mujer en caso de malos tratos es insuficiente tanto desde el punto de vista legal como material, y que eso debe ser corregido para evitar precisamente la articulación de medidas que parecen buscar lo que falta más allá de los límites establecidos por la lógica.

En esa línea, hay una evidencia que señalar: desde la entrada en vigor de la Ley contra la Violencia de Género, el número de mujeres que han muerto por agresión de sus parejas actuales o pasadas se ha multiplicado. Es obvio que no hay una relación directa de causa a efecto entre norma y crimen pero también lo es que la ley ha animado a las víctimas a denunciar sin protegerlas lo bastante de las reacciones de sus maltratadores, que se vuelven tanto más agresivas cuantas más veces o más públicas son las denuncias. A partir de esa observación parece obvio que la búsqueda de las soluciones a un problema -humano, y por ello difícil, delicado e histórico y necesitado de un compromiso social para atajarlo- debe pasar por la habilitación de medios suficientes y adecuados que primero permitan una defensa eficaz de los derechos civiles de las mujeres y, después, consideren las circunstancias de posibles delitos relacionados con los malos tratos de un modo más cercano y más matizado para permitir un

enfoque equilibrado. En todo caso, y aceptando como es lógico otras opiniones, el método de castigar a unos más -o menosque

a otros sólo por su sexo es abrir polémicas que no favorecen a las víctimas -en su gran mayoría mujeres ni tampoco a la justicia. Y ese es otro error.

¿No...?