Gane o pierda en las elecciones presidenciales del próximo 4 de noviembre, Barack Obama ya ha conseguido una victoria de proporciones históricas. Sé que lo histórico está muy devaluado en los últimos tiempos. Periodistas y políticos elevamos con frecuencia a esta categoría acontecimientos que caducan a la velocidad del yogurt. Pero lo de Obama es distinto. Que un joven ciudadano negro nacido cuando aún estaba vigente la segregación racial en Estados Unidos haya conseguido la nominación de su partido para la presidencia es un acontecimiento que merecerá algunas líneas en los libros de Historia. Lo curioso es que si Obama hubiera sido el derrotado, la victoriosa Hilary Clinton merecería un artículo con idéntico arranque: cámbiese negro por mujer, segregación racial por discriminación sexual, Obama por Clinton, y el resto del texto sirve.

Los dos candidatos demócratas han hecho historia en los últimos meses. Su apasionante disputa, su tesón, el apretado resultado, ha sido un alegato a favor de las mejores virtudes de la democracia. Han conseguido llevar a las urnas a casi cuarenta millones de ciudadanos, se han visto en las urnas medio centenar de veces y se han enfrentado ante las cámaras en veinte ocasiones. Un espectáculo cívico apabullante que hemos contemplado con sana envidia desde nuestro terruño en el que cada paso para profundizar en la democracia de los partidos hay que arrancarlo con fórceps.

Obama está ahora en el ecuador de su aventura. Le aguardan aún otros cinco meses de carrera que inicia sin poder tomar aire y tocado por las heridas de la disputa fratricida. Pero no todo ha sido malo para él. La larga batalla demócrata le ha permitido reforzar su difusa imagen pública frente a la mujer más conocida del mundo. Y el equipo de Hillary, en su afán por vencer, ha dejado vacías casi todas las cajas de sucia munición que tan bien le vendrían ahora a McCain para debilitar a su adversario aireando trapos sucios. Y en el transcurso, el candidato demócrata ha sembrado algunas frases brillantes que, apuesto, versionarán en el futuro otros líderes mundiales. Su genial ``nosotros somos los que estábamos esperando´´, que ambiguamente socializa el mesianismo y previene contra el mesianismo, tiene una potencia revulsiva insuperable.

El padre de Obama no podía elegir a su presidente cuando nació el hijo que ahora aspira a serlo. Esa es la imagen más elocuente del camino recorrido por este ciudadano. Ahora sólo falta saber si sus compatriotas han dinamitado en este tiempo algunos prejuicios grabados con fuego, si el día 4 de noviembre serán capaces de votar juzgando sólo su capacidad e ignorando el color de su piel. Entonces sí que harían historia.