Si el Altísimo ordenó en el primer día del Génesis que se hiciera la luz, ahora es el Gobierno el que se encarga de ponerle precio y de cobrársela a los mortales mediante los nuevos apóstoles del kilovatio que vienen siendo las compañías eléctricas. La electricidad, que siempre tuvo algo de fenómeno misterioso, ha pasado a convertirse en un asunto decididamente teológico aunque cotice en Bolsa.

No es de extrañar, por tanto, que el ministro de Industria se apareciese ayer a los diputados en el Congreso para anunciarles la buena nueva de que la factura de la luz va a subir sólo -es decir: "sólo"- un 5 o un 6 por ciento el próximo mes de julio. Dado que los rumores preliminares auguraban un tarifazo del 30 por ciento, se supone que la noticia debiera ser motivo de júbilo o al menos de alivio para los agobiados consumidores. Pero ya se sabe que el pueblo nunca está contento.

Tampoco lo están con nosotros las compañías eléctricas que nos suministran y cobran el invisible fluido necesario para alimentar la tele, la lavadora, el frigorífico y demás cacharrería electrónica del hogar. Y es que según los cálculos de los dueños de estas empresas, cada español les debe 577 euros que en modo alguno están dispuestos a perdonarles. Ese pufo hasta ahora ignorado por las gentes del común se originaría, al parecer, por la diferencia entre lo que les cuesta a las compañías fabricar un kilovatio y el precio -inferior, según dicen- que los consumidores pagan por el.

Para resolver tan enojoso descuadre en sus cuentas de explotación, las eléctricas reclamaron a la autoridad competente un aumento del 25 por ciento de sus tarifas que hizo temer lo peor a muchos. Por fortuna, el Gobierno -que a veces es tan misericordioso como el Señor- ha optado por compadecerse de los bolsillos de sus súbditos y dejar el calambrazo de la subida en un mucho más módico 5 o 6 por ciento. Sigue siendo un considerable incremento, pero al menos no electrocutará de golpe los presupuestos de las familias. Una vez más se demuestra que Dios (o en este caso, el ministro de Industria) aprieta, pero no ahoga.

Desagradecidos como somos por las bendiciones de las alturas, bien pudiera ocurrir, sin embargo, que la subida no despertase particular entusiasmo entre la gente. Menos aún, si cabe, en el caso de Galicia que es tierra pródiga en pantanos y centrales hidroeléctricas desde los tiempos del Caudillo y ahora aporta, a mayores, la fuerza de cientos de molinos de viento capaces de obrar el prodigio de la conversión del aire en kilovatios.

Alguna ventaja tarifaria debiéramos obtener a cambio, siquiera fuese porque los embalses estropean el normal discurrir de los ríos a la vez que los aerogeneradores (como ahora se llama a los antiguos molinos quijotescos) afean notablemente el paisaje y perturban el sosiego de las aves de Galicia. Ya don Álvaro Cunqueiro, perito en estas magias y teologías, advirtió en su momento que las presas en las que se encarcela el agua de este reino impiden que los salmones puedan remontar el cauce del río y, consecuentemente, los priva de la posibilidad de ser bautizados. Grave cuestión de orden así teológico como ecológico, habida cuenta de que estos peces se convirtieron al cristianismo allá por el siglo VIII, según daba por cierto el genio de Mondoñedo.

Cuestiones teologales aparte, lo cierto es que los gallegos pagamos con la explotación de nuestros dos principales elementos -el agua y el aire- los costes de producción de la electricidad para consumo propio y del resto de España. Parecería lógico, por tanto, que el Gobierno nos aplicase una cierta discriminación positiva de precios a modo de compensación en la factura de la luz; pero se conoce que el Estado de las Autonomías no rige en el ramo eléctrico. Ni la fe ni Fenosa (fe nuestra, en bilingüe) van a salvarnos del palo del 6 por ciento. Y gracias.

anxel@arrakis.es