Me gustaría pensar que con la concesión del Premio "Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional" de este año a cuatro centros de investigación en África, empeñados en lograr una vacuna eficaz contra la malaria, Europa aumentará su asistencia económica en el continente africano.

Cuando las cifras nos dicen que la malaria es una amenaza real para el 40% de la población mundial, lo que se nos revela es sólo una verdad a medias. Bien sabemos que ese porcentaje atroz se concentra en las zonas más pobres de la Tierra y con mayor saña en el África Subsahariana.

Es cierto que África no cuenta ya con aquellos dirigentes de talla internacional que guiaron al continente décadas atrás, en los años de la descolonización tardía, y que han dejado al continente en manos de figuras menores, cuando no de dictadores que se turnan en una aterradora sucesión de fraticidas guerras tribales; aunque existan figuras notables como la del presidente de Senegal Aladiniaye Wade. Pero es precisamente esa ausencia generalizada de liderazgo, de miseria enraizada, de analfabetismo, de epidemias como el sida y la malaria, lo que debería comprometernos en la elevación de los pueblos africanos a una existencia digna.

En el laudo del Premio Príncipe de Asturias, hay una frase que me ha llamado la atención. Se afirma -y con razón- que las Organizaciones de Investigación Sanitaria premiadas luchan "para romper la relación entre la enfermedad y la pobreza". Sin duda se alude al enorme esfuerzo que realizan los hombres y mujeres de ciencia para vencer la malaria a pesar de la pobreza, y es un reconocimiento loable.

Sin embargo la frase elude, a mi entender, el factor clave de esa relación: la pobreza. Bien está que se combata la malaria, ¡quién podría negarlo!, pero así como la enfermedad no produce necesariamente pobreza, lo que sí es cierto es que la miseria es

el factor decisivo para el surgimiento y la expansión de plagas y enfermedades.

Europa está atada al continente africano por una larga y perversa memoria de saqueo y violencia. Son pocas las naciones europeas que no hayan ejercido como avaras metrópolis en África y extraído de aquellas tierras la riqueza que aún disfrutan.

Es pues, Europa, a quien corresponde -y este Premio Príncipe de Asturias de Cooperación es una buena muestra de ello- contribuir de manera generosa a desarraigar la pobreza y la enfermedad del continente africano.