La flota pesquera gallega que había sobrevivido a los temporales, a las mareas negras y a toda suerte de naufragios está a punto de irse a pique ahora por la impericia de quienes gobiernan España y Europa sin la menor idea de cómo se maneja la aguja de navegar. Este país de viejos lobos de mar vive el duro tránsito a su conversión en asilo para marineros de agua dulce.

Con la fuerza que da la desesperación, la marinería gallega -junto a la de otras partes de la Península- quiso hacer oír el otro día su protesta en Madrid, machadiano rompeolas de todas las Españas; pero se conoce que el ruido de la marea humana no dejó que la ministra escuchase sus quejas.

No era mucho lo que pedían, si bien se ve. Simplemente, una rebaja de los impuestos sobre el gasóleo que les permita seguir navegando sin recurrir a los viejos sistemas de vela o vapor; y a mayores, un más estricto control de las importaciones de pescado.

Alega el Gobierno en su disculpa que poco puede hacer frente a la crecida de los precios del combustible, al tiempo que se ampara en los dictados de la UE para negar subvenciones o rebajas de impuestos a los marineros que están siendo arrojados a tierra.

Nada nuevo. Ya sabíamos que el mar es un incordio para los gerifaltes de Europa, continente nada pesquero que sin embargo dedica la mitad de su presupuesto comunitario a proteger el tomate, la berenjena y demás productos de la huerta frente a la competencia del exterior. Lógicamente, para el pescado no quedan ni las raspas.

Podría esperarse, no obstante, algo más de interés por los asuntos marítimos en un país como España: siquiera sea porque su condición geográfica peninsular hace que esté bañado de agua por todas partes. No ha de ser casualidad, desde luego, que la era de los grandes descubrimientos por vía oceánica la protagonizasen -en ausencia del resto de Europa- los dos Estados que hoy comparten la Península Ibérica. A fin de cuentas, España y Portugal son países construidos con vistas al mar, hasta tal punto que algunos de sus reinos -como el de Galicia- cuentan incluso con doble balcón al Atlántico y al Cantábrico.

Algún trato especial o al menos deferente podría merecer la vieja Galicia marinera que ya en el lejano siglo XIII había alumbrado navegantes de fuste como el almirante pontevedrés Paio Gómez Chariño y todavía hoy mantiene -tras continuadas reconversiones- la que acaso sea la mayor flota pesquera de Europa en términos relativos. Lamentablemente, no ha sido ni es el caso.

Por distintas que fuesen sus ideologías, los gobernantes españoles han carecido en general de ideas, cuando no de competencias o simplemente de ganas de defender a la copiosa marinería del país.

Poco o nada hicieron por evitar que la flota fuese expulsada sucesivamente, con prisa y sin pausa, del Grand Sole, de los caladeros del Sahara usurpados por Marruecos o de las aguas exteriores de Terranova donde todos los gallegos perdimos la incruenta guerra del fletán. Y mucho es de temer que nada hagan tampoco ahora para evitar que el precio del combustible y la irregular competencia del Todo a Cien ahoguen definitivamente a la flota en una moderna versión pesquera del desastre de Trafalgar.

Por de pronto, la UE ya ha comenzado a hablar de "reconversión", piadoso término con el que en Bruselas suelen aludir al desguace de barcos. Y del Gobierno español, que ha asumido el estático papel de Don Tancredo, poco más podrá esperarse que algún plan de recolocación como el que años atrás pretendió convertir a las tripulaciones excedentes del caladero de Marruecos en trabajadores del noble -pero muy distinto- gremio de la hostelería.

Todo sugiere, en fin, que a los viejos lobos de mar curtidos en mil tormentas no les va a quedar otra que ejercer de marineros de agua dulce en cualquiera de los mil ríos de Galicia. Aunque se mareen al tocar tierra firme.

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