No recuerdo cuantas horas de gimnasia se impartían semanalmente en el bachillerato del que fui alumno hace cincuenta años, pero puedo decir que las que fuesen, me supieron a poco. Carecíamos de buenas instalaciones -a veces, incluso de malas- y el vestuario deportivo consistía en un simple calzón y unas rudimentarias alpargatas, pero ninguna de aquellas restricciones nos privaron de disfrutar del placer que nos producía el reglamentario sudor de las tablas de gimnasia o aquel otro, más subjetivo, que nos podíamos permitir en el campo de fútbol si lo hacían posible los rigores del tenaz invierno de entonces. Al recordar los esfuerzos deportivos de mis días de bachillerato, me viene a la memoria el indescriptible placer que me producía aquel cansancio tan divertido y lo útil que me fue la sed de aquellos días de fatiga deportiva para comprender el valor emocional y reconstituyente del agua y el sabor de una naranja pelada a mordiscos con la fatiga en las pantorrillas y el sudor en la frente. Sin ánimo de atribuirme ninguna clase de representación, no creo equivocarme al decir que en el sentir general de los alumnos de aquellos años el amable recuerdo del profesor de gimnasia es probablemente el que menos controversia suscita, con independencia de que aquel señor hubiese sido falangista o lo fuese todavía, al margen también de que la formación física formase parte del credo franquista, seguramente porque estábamos en una edad en la que nuestra propensión al deporte no era un asunto que dependiese de la facilidad de penetración de aquella sibilina concepción atlética del Estado transmitida por catequéticos monitores de la OJE, sino algo que, lisa y llanamente, nos pedía el cuerpo. Estábamos en esa edad en la que el ser humano puede hacer casi cualquier proeza sin que le suponga demasiado esfuerzo. Hace cincuenta años nadie hablaba de hacer deporte por motivos medicinales. Vivíamos en estado de esfuerzo permanente, de agradable y gratuito cansancio físico, y si intervenía el médico, no era precisamente para alentarte a un esfuerzo mayor, sino para recomendarte una tregua. Así era entonces la vida, amigo. Ni los chavales hacían deporte porque se lo ordenase el pediatra, ni los pollos eran de granja. También es cierto que la vida era mas natural y estaba poco mecanizada. Íbamos a pie a cualquier parte de la ciudad sin cansarnos jamás antes de que se cansasen nuestros perros. Había gente pasada de peso pero los obesos eran una especie rara, casi anecdótica. Si el profesor de gimnasia nos pedía quince flexiones echados a lo largo del rugoso suelo de cemento, nosotros hacíamos treinta. ¡Quince flexiones! ¡Por el amor de Dios!, quince flexiones las hacía entonces cualquier difunto que llevase menos de cinco horas enterrado. Claro, hay que reconocer que eran otros tiempos, los días algo lejanos en los que los muchachos de aquel durísimo bachillerato le encontrábamos buen sabor a casi cualquier cosa que comiésemos y ni imaginábamos siquiera que llegaría un día en el por culpa de los excesivos miramientos psicopedagógicos, y como consecuencia también de la medicalización de la vida ordinaria, a los niños de secundaria el hambre les produciría inapetencia. Por suerte, carecíamos de algunas cosas. Por ejemplo, no teníamos fisioterapeutas. Ni falta que nos hacían. Al margen de que no era necesario que nos inculcasen el deporte con receta médica, hacíamos por propia iniciativa los esfuerzos que nos pidiese el cuerpo. ¿Para qué diablos habríamos necesitado un fisioterapeuta?. Éramos unos chicos algo inocentes, pero no éramos idiotas. Podíamos recuperarnos de cualquier esfuerzo si otro recurso técnico que arrancarle la pela con los dientes a una de aquellas naranjas que impregnaban la calle con su olor incluso si era domingo y estaba cerrada a cal y canto la frutería.