Entre la fauna no clasificada por la ciencia tal vez debiera figurar el todavía innominado "pijus ecologicus": una especie que tiene su hábitat natural en los países ricos y que se caracteriza por practicar el culto al medio ambiente con el mismo desdén que profesa hacia los seres humanos. Mayormente si son pobres, claro está.

A diferencia de los ecologistas adornados por la virtud de la sensatez -como los de "Greenpeace", sin ir más lejos-, el pijus ecologicus tiene la enojosa costumbre de descubrir la pólvora cada semana. Uno de sus últimos hallazgos fue el de la producción de carburantes biológicos y eternamente renovables a partir del aprovechamiento del maíz, el trigo, la soja, la caña de azúcar y otros frutos de la huerta. El combustible obtenido de las plantas iba a ser una feliz alternativa a las plantas nucleares.

Por desgracia, ese invento del tebeo ha tenido entre otras contraindicaciones la de provocar un abusivo encarecimiento del precio de los cereales y demás hortalizas necesarias para el consumo humano. Bien lo saben los panaderos gallegos amenazados de cierre por la subida de hasta un 40 por ciento en el coste de la harina y, en general, los consumidores que reciben con sobresalto las casi diarias alzas de precios en productos de primera necesidad.

Si tal ocurre en un país del rico Occidente como Galicia, nada cuesta imaginar lo que puede estar sucediendo en aquellos lugares del Tercer Mundo que dependen de los productos de la cosecha para la simple y dura tarea de sobrevivir.

Tan grave es la situación que ayer mismo se reunieron en Ginebra para ver de ponerle remedio hasta 27 agencias dependientes de la Organización de Naciones Unidas. Al igual que Greenpeace, la antigua ONU -hoy UN- venía denunciando desde hace tiempo el grave riesgo de hambruna para los países pobres que supone el uso de los cereales y plantas alimenticias en general como materia base destinada a la producción de los llamados "biocombustibles".

Nada de eso pareció importar a la floreciente especie de los "pijus ecologicus" que tanto abunda en los países opulentos. Sabido es que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, razón por la cual ninguno de ellos pudo prever los inesperados efectos que su preocupación por el cambio climático causaría en el más elemental dominio de la alimentación de los pueblos.

Dudosamente habrá de ser el equilibrio medioambiental y/o la preservación de la capa de ozono el motivo que está impulsando a grandes empresas de Norteamérica, China, Japón y otras potencias a acaparar las cosechas de cereales. La lógica invita a pensar, más bien, que su propósito es el de obtener combustible barato -y por si fuese poco, ecológico- con el que atender a las necesidades de su industria y su mercado del automóvil.

Poco dotados para los números, los "pijus ecologicus" no supieron calcular la posibilidad de que el famoso invento de los biocombustibles acabase por matar (o más bien, rematar) de hambre a los pobres del mundo para que los ricos puedan darle de comer al coche. Ignoraban, sin duda, las elementales reglas del mercado por las que a los productores les sale más a cuenta dedicar el cultivo extensivo de la plantas a la producción de carburantes que a la alimentación.

Infelizmente, estos ya no son aquellos tiempos prebélicos en los que los gobernantes se daban el lujo de preguntar al pueblo sobre sus preferencias en materia de "cañones o mantequilla". Ahora no hay margen alguno para elegir entre la gasolina o el pan, productos que se obtienen imparcialmente de las cosechas proporcionadas por la madre Tierra.

Ninguna opción queda, salvo la de resignarse a que los costes del pan, del arroz y demás materias primas combustibles sigan rompiendo los termómetros de los precios. Peor lo tienen en el África tropical, si a alguien le sirve de consuelo.

anxel@arrakis.es