Trasnochador empedernido, me cuesta creer que en el Hospital Clínico de Compostela fuesen capaces de convencerle para que no esperase a la muerte levantado. Sus últimos años de vida fueron un constante derroche de cultura, de inteligencia y, sobre todo, de fluorescente nocturnidad sin tregua. Una madrugada me enseñó en "Rahid" la filmina con la biopsia de su garganta minada por el cáncer, pero ni se puso solemne, ni mucho menos, trágico. Luis Mariño colocó aquel celuloide al trasluz de una tulipa y le echó un vistazo con el mismo relativo interés que habría puesto en la contemplación de una postal de las minas de Hunosa hecha por un voluntarioso galerista de Comisiones Obreras. Estaba enfermo de muerte y lo sabía, pero para Luis Mariño la espeluznante y dudosa luminosidad de aquella biopsia no parecía ser sino una simple variante "snob" y evolutiva del Expresionismo Alemán. Es más, yo creo que tenía desde muy antiguo una íntima relación con su propio cadáver y que llevaba conscientemente una vida de riesgo que más que intimidarle, parecía causar en él un extraño placer anticipativo. Su personalidad le había hecho reo de su vida y no estaba dispuesto a que alguien le privase de ser responsable también de su muerte. ¿Un suicida? No lo creo, a pesar de su reconocida admiración por los personajes autodestructivos. En un bellísimo recordatorio de una interminable tarde de copas en el piso compostelano de Luis, el retrato que le hace Manuel Guede reproduce una frase en la que Mariño recurre al valor trascendente del suicidio para lamentar que "A cultura galega, por non ter, nin ten suicidas competentes". Admiraba el suicidio como supremo acto intelectual, pero no era un suicida. Que no le hubiese puesto remedio a su progresivo deterioro físico cabría atribuirlo más bien a que había tomado la firme decisión de practicarse a sí mismo, casi como un capricho culinario, el lento protocolo de la eutanasia pasiva. Hasta podría decirse que quien más se resentía con las copas que tomaba Luis Mariño, no era precisamente su hígado, sino sus amistades, que fueron esca- seando vergonzosamente a medida que se esfumó su influencia editorial y la dirección de Edicións Xerais ya sólo era una romántica doblez como de luto en su tarjeta de visita y un vago recuerdo bibliográfico de sus últimos días de esplendor social. Compartir sus intimidades existenciales y muchas noches de música, alcohol y mujeres en su piso de la Rúa Calderería durante los últimos cinco años de su vida, me sirvió para comprender que Luis Mariño estaba decidido a poner en su muerte la misma errática tenacidad que había puesto en su vida, pero sin precipitar los acontecimientos, con la proverbial flema de aquellos modales tan cosmopolitas en los que se daban juntos el dandi francés y el humor inglés. Desconozco cuales eran exactamente sus planes al respecto e ignoro el lugar que ocupaba su cadáver en su agenda, pero juraría que la misma lucidez con la que debatía sobre cualquier tema la tenía Luis para comprender que al comienzo de nuestra tardía amistad le mirase de madrugada con una mezcla de admiración, estupor y zozobra, como se miraría a un hombre físicamente arruinado en quien fuese a resultar sorprendente que la muerte le encontrase con vida. Pero también pensé que aquel compostelano de biografía irregular y reacciones imprevisibles iba a ser una presa difícil, y hasta podría ocurrir que, por culpa de llevar tanto tiempo siguiéndole a deshora, incluso la muerte se quedase dormida antes que él. Y aun en el supuesto de que la muerte le diese alcance, no cabía descartar que Luis Mariño la invitase sinceramente a una velada en su casa, no para facilitarle el trabajo, desde luego, sino para que escuchase, como la recuerda haber escuchado Manuel Guede, la voz de Richard Burton recitando "Macbeth"... y también porque, aun tratándose de la muerte, Luis Mariño no perdería ocasión de hacerle notar lo mucho que le gustaba recibir en casa a las señoras...