El muy lucrativo mundo de las guías de viaje anda revuelto estos días, después que Thomas Kohnstamm, autor de la más reciente edición sobre Colombia de las famosas Lonely Planet, haya confesado que en su vida ha puesto pie en la patria de Gabriel García Márquez y que escribió la totalidad de su aportación a esa guía cómodamente sentado en el salón de su apartamento de San Francisco. "No me pagaban lo suficiente para irme hasta Colombia y me aproveché de la información que me pasaba mi novia de entonces, becaria en el consulado de Colombia", ha declarado a un periódico australiano para justificar su decisión.

Dicho esto, ¿a alguien le sorprende que, por fin, alguien se decida a tirar de la manta? Hace escasas semanas, antes de esa confesión sin precedentes, y de modo premonitorio, en el transcurso de una cena pantagruélica en casa el editor valenciano Juan Lagardera, todos los desbordados comensales conveníamos en denostar la calidad de la práctica totalidad de guías de viaje que abarrotan en estos tiempos tan viajeros los anaqueles de las librerías de nuestras ciudades. A modo de ejemplo, relaté cómo en dos de mis viajes más recientes, a las Cícladas y a Filipinas, las guías Lonely Planet que me acompañaron en el inicio del viaje hasta esos apetecibles lugares acabaron su miserable existencia, a las pocas horas de comenzar su presunta vida útil, en el fondo de un receptáculo para papel reciclado, siendo ése, dada su absoluto desapego a la realidad, el único destino provechoso que la desidia de los autores de las mismas habían conseguido otorgar a sus trabajos. Lo que ellos describían como magnífica playa de arena blanca resultaba ser un cúmulo de acantilados infranqueables incluso para el más aguerrido seguidor de Sir Edmund Hillary. Aquello que venía descrito como animadísimo bar de copas, resultaba ser un bebedero de acémilas. Si un hotel venía etiquetado como tranquilo, casi siempre, en la práctica, estaba situado en la calle más bulliciosa del lugar; y así sucesivamente.

Todos los que alguna vez hemos viajado guía en mano sospechábamos, por tanto, que algún gato encerrado tenía que haber en todo este asunto. Era evidente que nadie, ni siquiera el trotamundos más aventurero, podía humanamente visitar cada paraje, cada hotel, restaurante, monumento y rincón del país sobre el que le encargaban escribir. Pero de ahí a que ni siquiera pongan pie en el mismo, me parece que media un trecho sobre el que Lonely Planet, y el resto de guías en su caso, deberían responder.

El amigo Kohnstamm ha decidido confesarse como estrategia para promocionar un libro que acaba de publicar. Junto a su testimonio, se ha distribuido también su fotografía, en la que luce palmito y sonrisa en una playa de aguas turquesas, con unas gafas de sol negras y lo que parece un canuto del tamaño de un Cohiba entre los labios. Y uno no sabe si pensar que es un caradura más, un simple vividor haciendo oposiciones para participar en Gran Hermano o en Supervivientes, o si lo que hay que hacer es darle las gracias por la pasta que nos va a ahorrar en futuros viajes. Porque los de Lonely Planet no me vuelven a sacar un chavo. Acabáramos.