Cuentan acaso con verdad los papeles noticiosos que una Brigada de la Fe recorrió esos días de ahí atrás los bares de Murcia asombrando a la clientela con gritos de "¡Aleluya!, "¡Aleluya!" y otros jubilosos cánticos. Aunque la información no lo especifique, fácilmente se deduce que los píos brigadistas organizados por el obispo de Cartagena pretendían disuadir de su nefando vicio a los bebedores con el propósito de devolver las ovejas descarriadas al redil de la abstinencia.

Este tipo de acciones solían ser más propias de organizaciones luteranas como el Ejército de Salvación que tan famoso hicieron aquí las películas de Hollywood. Mucho más tolerante al respecto, la Iglesia Católica -que a fin de cuentas celebra sus misas con vino- no se había significado hasta ahora en la persecución de los borrachos. De ahí que la irrupción de los brigadistas murcianos en los bares de copas marque en cierto modo un hito histórico.

Enfrentados por la enseñanza, el aborto, el divorcio e incluso la casilla del IRPF, la Iglesia y el Gobierno parecen haberse puesto por fin de acuerdo en algo, aunque sólo sea la común condena de los bebedores. Si el clero lanza a sus Brigadas Católicas a fomentar el arrepentimiento de los curdas en las tabernas, el Estado -por laico que sea- no duda en usar a su vez la más expeditiva y eficaz vía del BOE para combatir por ley el consumo de vino, tabaco y cualquier otro vicio en general. Frente a tan extraña alianza, mucho es de temer que el único camino que les quede a los beodos y aun a los módicos consumidores de caña sea el de la penitencia.

A pocos sorprenderá ya a estas alturas la actitud del Gobierno, que durante la última legislatura flageló a los fumadores e intentó hacer lo propio con los bebedores amagando con un remedo de la Ley Seca. Sería de esperar, sin embargo, una posición más indulgente de la Iglesia en consonancia con su vieja tradición histórica.

Después de todo, los bares son -al menos en Galicia- establecimientos de orden vagamente religioso donde los clientes habituales reciben el nombre de "parroquianos" y no es infrecuente que se produzcan iluminaciones y éxtasis místicos como consecuencia de la devoción a Baco.

Virtuosos creyentes, los frecuentadores de la taberna se acogen al amparo celestial de San Caralampio, santo patrón de los bebedores al que sus feligreses honraban hasta no hace mucho con una procesión anual en Compostela. El relevo se lo han tomado los parroquianos de Melide, en A Coruña, donde se viene celebrando con creciente devoción la Festa de San Caralampio o Romaría dos Borrachos.

Algunos descreídos niegan erróneamente la existencia de un santo de tan extraño nombre en los almanaques, pero lo cierto es que no sólo milita en el santoral, sino que -a mayores- los gallegos han consagrado en su honor cierta capilla en la isla de A Toxa, famosa por acoger en su día las nupcias del hoy líder de la oposición.

Todos estos hechos, y algunos más que podrían contarse, avalan la actitud comprensiva que la Iglesia del Tabernáculo ha mantenido históricamente con el gremio de taberneros desde los remotos tiempos en que el patriarca Noé agarró una borrachera de proporciones bíblicas.

Sorprende, por tanto, que las brigadas católicas y antialcohólicas de Murcia hayan decidido romper a estas alturas del tercer milenio una tradición de tolerancia que se remonta a muchos siglos atrás en la Historia. Por si las cruzadas del Estado contra el vicio no bastasen, ahora son gentes que dicen actuar en nombre de la Iglesia las que se suman al acoso y derribo de los pobres trompas. Como si no tuvieran ya bastante con lo suyo.

Es de esperar que lo de Murcia sea una mera anécdota en modo alguno representativa del sentir de la autoridad eclesiástica competente. De lo contrario, sólo nos quedaría rezar a San Caralampio: patrón de los borrachos y eficaz abogado contra las suegras.

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