Ahora que ya casi han desaparecido el latín de los canteros, el barallete de los afiladores, el verbo xingrieiro de los músicos y demás lenguas gremiales, está naciendo a cambio una nueva jerigonza propia del ramo de los políticos a la que todavía habrá que buscar nombre. Dada la mala fama del gremio de los gobernantes y su no infrecuente relación con el hurto, bien podríamos bautizar el nuevo idioma como remanguillé.

La lengua remanguillé, como la propia denominación indica, trata de hurtarle su significado original a las palabras para sustituirlo por otro que resulte de sabor más agradable a la población.

Pongamos, por ejemplo, que un gobierno quiere hacer un trasvase tras haber jurado y perjurado que jamás haría algo así. La jerga remanguillé ofrece un fácil remedio al problema sin más trámite que escamotear la palabra. Basta convertir el "trasvase" en una mera "conducción de agua" -que es lo mismo, pero no da igual- para que el gobernante en apuros pueda salir airoso sin necesidad de mentir o desdecirse.

Otro tanto ocurre en el ramo de la economía, campo especialmente abonado para este tipo de floreos verbales. Ningún gobierno en sus cabales ha aceptado nunca la existencia de una crisis aun en el caso de que el país esté al borde de la bancarrota. Cuando tal sucede -e incluso en situaciones de menor gravedad- lo lógico es que los mandamases acudan al remanguillé para hurtar del vocabulario la infame palabra "crisis" y sustituirla rápidamente por la mucho más confortable "desaceleración".

Si, un suponer, los datos estadísticos certifican un descenso de la producción y ya no pueden ser maquillados, al gobernante siempre le quedará la posibilidad de afirmar que el país está experimentando un "crecimiento negativo". También los cangrejos andan hacia atrás y no por ello se cuestiona el hecho de que, efectivamente, caminen.

Menos novedoso de lo que parece, el idioma remanguillé tan en boga tiene un lejano -pero no muy alejado- precedente en la jerga ideada por el ministro de Propaganda Joseph Goebbels para uso del régimen nazi.

Además de inventar el concepto de eslogan -ahora imprescindible en cualquier campaña electoral-, Goebbels hizo del cultivo del eufemismo todo un arte. Al exterminio planificado del pueblo judío lo llamó, por ejemplo, "solución final": un enunciado neutro y aséptico que reducía el horror de las matanzas a una mera ecuación de orden matemático. No menos imaginativa fue la expresión de "reasentados en el Este" con la que los nazis se referían a los deportados a los campos de concentración; por no hablar ya de las "acciones de limpieza" con las que arrasaban los guetos hebreos o la conversión de las cámaras de gas en inofensivas e higiénicas "duchas".

Acaso sin saberlo, los nuevos gobernantes democráticos han adoptado las viejas técnicas publicitarias de Goebbles con la jerga remanguillé, basada -como ya se dijo- en robar su sentido original a las palabras supliéndolas por otras con mayor dosis de edulcorante. Y no sólo eso.

El remanguillé es también una lengua de camuflaje que, como cualquier otra jerga de gremio, sirve para hacer ininteligible la comprensión de la realidad a los no iniciados en ella mediante el uso de palabras como "transversalidad", "multilateralidad", "sostenibilidad" o "conllevancia". Un ejemplo genial de esa tendencia lo ofrece cierto párrafo del Estatuto de Cataluña por el que se establece que "los poderes públicos deben garantizar la transversalidad en la incorporación de la perspectiva de género". No hay quien entienda tal galimatías, pero de eso se trata precisamente.

Quiere decirse que, al igual que los canteros gallegos manejaban el "latín" o "verbo dos arxinas" como jerga secreta inaccesible a las gentes ajenas al gremio, también los políticos han urdido el remanguillé para uso exclusivo de su casta sacerdotal. Y es que el día que se les entienda, están perdidos.

anxel@arrakis.es