Hace ya algunos años, los urbanistas dieron la voz de alarma al constatar que en el casco histórico de Santiago de Compostela ya no nacían niños. Más recientemente hemos descubierto que lo peor ya no es que se haya esfumado la natalidad, sino que en la zona vieja de la ciudad ya casi ni muere gente. Esa desaparición casi simultánea de los cochecitos de bebé y de los furgones de la funerarias son la prueba inequívoca de la decadencia demográfica de un espacio urbano reservado ahora al ajetreo estival del turismo, y en invierno, al ruido hostelero de una movida estudiantil que también nuestra síntomas de un lento y alarmante declive. Resiste a duras penas un heroico censo de ancianos cuyas limitaciones físicas a menudo les impiden salir a la calle, donde con la muy deficiente iluminación sus cadáveres correrían el riesgo de ser multados por las autoridades por considerarlos simple basura. Los precios para comprar o alquilar viviendas son prohibitivos y quienes se aventuren a censarse en la zona saben que se exponen a llevar una vida llena de dificultades por falta de centros comerciales en los que abastecerse, por la clamorosa ausencia de garajes y porque los niveles de ruido nocturno son tan insoportables, que si se dispone de dinero, lo mejor es pasar el día en el casco histórico y reservar luego plaza en un albergue de peregrinos para dormir. Miles de compostelanos se marcharon a vivir a las afueras y descubrieron luego el placer de visitar Santiago como si fuesen turistas, saboreando de día las incontestables bellezas de la ciudad y regresando luego a sus domicilios en el extrarradio. Resulta una paradoja que la superficie urbanizada de la ciudad se haya duplicado en unos pocos lustros y que el padrón de habitantes se haya estancado o disminuido en el mismo tiempo de una manera tenaz y sensible. A nadie le sorprende que el alcalde del vecino municipio de Ames hubiese sido residente en Compostela, como lo fue en su día el regidor del ayuntamiento de O Pino y como lo fueron así mismo unos cuantos ediles del término municipal de Teo. En algunas de las nuevas barriadas compostelanas llama la atención el elevado porcentaje de edificios con las persianas de los pisos echadas y los bajos comerciales tapiados con ladrillos. Resultan lugares demasiado caros para vivir pero también es repelente su fealdad. Hay que estar muy desesperado y tener muy mal gusto para suicidarse saltando al vacío por una de esas horribles fachadas diseñadas por arquitectos que odian su profesión en deleznables edificios que dan la impresión de que mejorarían si se desmoronasen. Tienen razón quienes dicen que algunas de esas calles no habrían resultado más aborrecibles si se le hubiese encomendado su planificación a un ciego. O a un idiota, como se supondría en el caso de la Avenida de Ferrol, cuya holgada amplitud concluye en un absurdo corte transversal que desemboca a su vez en un embudo, mal menor si se tiene en cuenta que los urbanistas de Compostela podrían hacer que desembocase en una ligadura de trompas. Hace treinta años se hablaba del futuro de Conxo como una zona racional y deshogada que en realidad derivó luego en un auténtico y horrible atolladero de calles estrechas, alineaciones inmobiliarias desiguales, aceras para facilitar el tránsito de gente extremadamente delgada, casi hambrienta, y una colección de horribles fachadas que ganarían mucho camufladas con las llamas de un incendio. Se nos dijo a los compostelanos que se trataba de un urbanismo cartesiano y vanguardista, pero la impresión que nos produjo el resultado fue la de una gran oportunidad perdida, como ocurrió casi simultáneamente en la barriada de Vista Alegre, donde a los políticos no se les cayó la cara de vergüenza al inaugurar una urbanización cuyo aspecto no habría sido más deplorable si su urbanismo fuese el resultado de un bombardeo indiscriminado de la Fuerza Aérea. Si la relación de los compostelanos con sus regidores públicos además de política fuese nupcial, los votantes podrían denunciarlos por sevicias morales. Pero hay más. Cuando los dibujantes trazaron en sus papeles el curso del Periférico, no le dieron importancia alguna a que el resultado fuese una obra de gran envergadura económica y urbanística que en lo tocante a la circulación rodada curiosamente solo iba a servir para cambiar de sitio los atascos. ¡Un periférico en pleno centro!, en el que, además, el desahogo de la circulación resulta impedido por la estrecha vigilancia de la Policía Local, que multa a quienes circulen a más de 50 quilómetros por hora en una vía que fue concebida para favorecer la descongestión del tráfico y se ha convertida en un gueto de coches y en un inexorable mecanismo de recaudación fiscal. ¿No resulta ridículo semejante contrasentido, casi tan ridículo como habría sido construir un aeropuerto en cuya flamante pista solo se permitiese el despegue de tractores? El caso es que los coches fúnebres prefieren ir al cementerio por el centro de la ciudad, que está ahora menos congestionado que las vías concebidas para el desahogo del tráfico. Por su propia naturaleza, los servicios funerarios no son una competición de velocidad, y si para el traslado de los difuntos al cementerio eligen el centro urbano, se supone que ello se debe a que los conductores necrológicos no encontrarían de buen gusto que por culpa de la lentitud circulatoria a la que obligan las señales de tráfico en el trayecto alternativo por el Periférico, les resucitase a sus espaldas el muerto. Sería un alivio para sus deudos y una grave perjuicio para el auge demográfico de la necrópolis. A fin de cuentas, el cementerio municipal de Boisaca es la única barriada de Compostela en la que el crecimiento no depende de las autoridades municipales. Una piedra informe cubre entre unos árboles a la entrada los restos de don Ramón del Valle Inclán. Murió en la indigencia la víspera de Reyes del 36. De haber vivido a día de hoy, lo más probable es que la Policía Local de Santiago de Compostela se hartase de multarlo por vender pañuelos de papel en los semáforos del Periférico.