Como si del famoso ascensor de Cantinflas se tratase, el precio de la vivienda sube y baja al mismo tiempo en Galicia dependiendo del cristal con el que se mire.

Desde el punto de vista del Gobierno, las casas subieron aquí un 6,8 por ciento durante este primer trimestre; pero si atendemos a los datos de las inmobiliarias -que algo sabrán del asunto- lo que se ha producido en realidad es una caída del 8,3 por ciento en el valor de mercado de los pisos. El agudo lector percibirá sin duda quién es el que lleva razón.

Extraña un tanto, si acaso, que el Gobierno muestre mayor preocupación que los propios constructores por una posible reducción del precio de la vivienda. En realidad, cualquier gobernante debiera estar lo bastante satisfecho como para adjudicarse -con razón o sin ella- el mérito que supone haber logrado al fin el abaratamiento de los pisos. Eso es lo que prometían, a fin de cuentas, todos los partidos sin distinción de ideologías en sus programas electorales.

Pues va a ser que no. Lejos de alegrarse -o al menos desear- una bajada de precios que ponga al alcance de los jóvenes un servicio de primera necesidad como la vivienda, el actual gobierno socialdemócrata se empeña en disimular lo que ya es evidente para todo el mundo.

No hay quien entienda a los políticos. Con la boca pequeña -aunque a grandes voces- prometen echar el freno a la galopante especulación de las casas, pero cuando el mercado revienta y obra ese prodigio, los gobernantes esbozan un gesto melancólico impropio de tan feliz circunstancia. Como si les molestase que, por fin, el precio de la vivienda empiece a adecuarse -siquiera sea lejanamente- al de los módicos sueldos con los que la ciudadanía se ve obligada a trampear hasta que acabe el mes.

La fácil explicación a esta paradoja reside en que el hormigón ha sido hasta ahora el pilar sobre el que se sustentaba el crecimiento tan acelerado como artificial de la economía española. Más que una industria en el sentido clásico del término, la construcción fue en España -y a menor escala, en Galicia- una especie de casino del ladrillo que atrajo a millones de apostantes bajo el reclamo de jugar sobre seguro.

Mientras ese juego piramidal del Monopoly se mantuvo en pie, las ganancias estaban efectivamente aseguradas. Los ludópatas del ladrillo convertido en lingote de oro vieron como se multiplicaba por dos, tres, cinco y hasta diez veces su apuesta de inversión durante la pasada década prodigiosa que ahora toca a su fin.

Infelizmente, ese modelo de crecimiento basado en la especulación no hizo otra cosa que favorecer la costumbre de vivir de las rentas en detrimento de la mucho más sustentable producción derivada del trabajo. El español tiene alma de rentista y ningún ramo parecía más oportuno que el de la usura inmobiliaria para que los ciudadanos de esta parte de la Península ejerciesen -como lo han hecho- esa histórica vocación que se remonta a los hidalgos del Siglo de Oro. Aquellos que tenían a honra no haber dado jamás un palo al agua.

A diferencia de otros países de cultura luterana que basan su economía en el libre mercado y la facturación de productos industriales, tecnología y servicios, España optó por edificar -literalmente- su prosperidad sobre la inestable peana del ladrillo. Ahora que el castillo de naipes se ha venido abajo, no existe Plan B alguno para recolocar a las víctimas de la catástrofe; y acaso eso explique el empeño del Gobierno en negar que los buenos viejos tiempos de la especulación de la vivienda se han acabado para siempre.

A los que se forraron durante los últimos años siempre les queda, eso sí, el consuelo de un mercado de alquiler que -gracias a las subvenciones del Gobierno- les permitirá seguir manteniendo su feliz condición de rentistas. Trabajar queda para los tontos, que por algo es una maldición bíblica.

anxel@arrakis.es