Puede que las revistas de la época no tuviesen acceso a los vicios y a las flaquezas de aquella elite en la que seguramente el refinamiento que transmitían las revistas ilustradas no era en parte más que la luminosa y falsa apariencia de un club de aristócratas y artistas corroído por la envidias, acaso acuciados por monumentales deudas contraídas para sostener in extremis sus palacios, sus fiestas y sus roperos. Que tuviesen modales no significaba por fuerza que no fuese ese precisamente el último rasgo solvente de una rancia nobleza en el fondo acechada por la numismática guillotina de los bancos. Parece que cuando Grace Kelly se casó con el príncipe Rainiero, las finanzas de Mónaco amenazaban quiebra y aquella distinguida actriz de Filadelfia era justo lo que necesitaban los Grimaldi para reflotar juntos su glamour y su tesorería. Rechoncho y dotado de una discutible elegancia de opereta, ni en sueños esperaba Rainiero meter en su dorada jaula palaciega a una anátida mujer de luz por la que suspiraba medio mundo. Que lo consiguiese supuso una agradable sorpresa para el príncipe y un alivio para su contable. Mónaco se convirtió de repente en un spot publicitario, crecieron como hongos los puntos de atraque para los yates de lujo y las ruletas del casino de Montecarlo recobraron el tornillo de su ajetreo en un inigualable ambiente rebosante de lujos en el que incluso se servía caviar en el vestíbulo de la toilette. Por su parte, Grace Kelly dejó el cine con aparente pesar y se enfrascó para el resto de sus días en aquel mundo de aristócratas y galanes que a ella le sirvió para que su primer plano sustituyese el cine por la filatelia. Procedía de una familia adinerada y había sido educada con una equilibrada combinación de cultura y alta costura, pero seguramente no esperaba salir de las pantallas del cine para colar su efigie en la postal inmortalidad de los sellos de correos. Atraídos por la nueva posición social de su colega, empezaron a frecuentar Mónaco las más deslumbrantes estrellas del cine y sus astros más afamados. Como no podía ser de otro modo, a la llamada de Montecarlo acudió Frank Sinatra, seducido a partes iguales por su fraternal amistad con Grace y por la estupefaciente atracción del juego. Fue probablemente en aquel casino donde el calavera de Sinatra descubrió que pronunciado en francés, cualquier taco tenía la misma sonoridad que el plato más exquisito del restaurante más exclusivo de París. Pero allí estaba también a menudo Cary Grant, acaso el galán más irresistible que haya dado jamás el cine, un tipo alto y distinguido que a los deslumbrados lectores de las revistas ilustradas nos parecía que incluso se pondría el esmoquin para dormir. Al llegar el invierno, el club de los elegidos sustituía las maletas de la Costa Azul por el equipaje para la nieve y se daban cita en Val D´Isère, en Saint Moritz, en Gstaad o en Cortina D´Ampezzo, por cuyas suaves pistas como de cretona se deslizaban las damas de la realeza y las reinas destronadas llevando en su perfumado rebufo de Chanel un séquito de monitores, traumatólogos y amantes, ayudadas las más afortunadas por los brazos olímpicos del apuesto Jean Claude Killy, aquel múltiple campeón francés que hacía las fintas sobre la nieve como si calcase al trasluz con sus esquíes la alta costura de los figurines hilvanados por Givenchy para "My Fair Lady". De vez en cuando se unía al grupo el Duque de Windsor, que era un señor muy fino, mayor y algo amanerado que no sabía esquiar pero animaba la velada con su conversación, que era algo que le agradecían mucho las señoras, sobre todo aquellas señoras ricas, mayores y algo frustradas que de su remota vida sexual recordaban apenas la extravagante y sensual amabilidad de aquel mayordomo polaco que les había inculcado a las camareras de palacio la idea ceremonial de secar la ropa de cama izándola entre los rododendros del jardín en el mástil de la nostálgica bandera de Prusia. Y como es de suponer, aquella elegante agonía frente al heráldico fuego de la chimenea en Saint Moritz lo contaban luego las revistas ilustradas con el respetuoso recato que se merecía aquel mundo sofisticado y decadente en el que las reinas destronadas recordaban que al estallar la revolución, sus augustas madres habían tenido siempre la congénita entereza de presentarse ante el pelotón de fusilamiento empaladas con el almidón de su alcurnia y vestidas para el té.