Antes de que el mundo descubriese su ideario feminista y su vena revolucionaria, a Jane Fonda la vistieron de Paco Rabanne para filmar "Barbarella" y "Dos en la carretera". Como suele ocurrirle a muchas estrellas de cine, Jane Fonda sacó a relucir su cerebro cuando a su caché dejó de funcionarle la belleza con la que había deslumbrado al afamado play boy y mediocre director de cine Roger Vadim, con quien se casó en un momento de su vida en el que sus profundos miramientos ideológicos eran para ella menos importantes que sus superficiales inquietudes cosméticas. Es cierto que a mediados de los años sesenta la alta costura había perdido buena parte del esplendor que había adquirido con Pierre Cardin, pero los figurines de Christian Dior, Coco Chanel, Balenciaga, Givenchy o Rabanne le aseguraban todavía a París un puesto de privilegio en los sueños de las mujeres más ricas, más bellas y más elegantes de la época. Jane Fonda no fue una excepción y como tantas otras, sólo se ponía las gafas para buscar la funda en la que guardarlas. En la devoción de las damas, los salones de alta costura sustituyeron en cierto modo a las galerías de arte y hacerse pruebas en los exclusivos talleres parisinos se consideraba hace cuarenta y tantos años un acontecimiento biográfico tan importante como habría sido dos siglos antes posar para un pintor de cámara. A su muerte y salvo honrosas excepciones, las autobiografías de aquellas elegantes señoras se cotizaron menos que su colección de vestidos. Sentadas en la peluquería al calor de aquellos aparatosos secadores de casco, las españolas de entonces miraban las revistas con una admiración no exenta de envidia, cautivadas por el orondo glamour de la Begun Salima, la escuálida y elegante indiferencia de Capucine, la comedida exhuberancia de Ira de Furstenberg, la sexualidad sin carne de Grace Kelly, tan delgada, tan lívida, al mismo tiempo tan sugerente, fría, distante y heráldica, pero radiante de una mezcla de realeza y de cine, como una princesa que hubiese subido al trono de Mónaco aupándose en la taza del retrete de su camerino en "La Metro", igual que una pagana diosa de celuloide a la que el destino le hubiese franqueado inesperadamente las bragas con el antibiótico matasellos del Vaticano. Nuestras madres iban a la peluquería a que les cociesen la cabeza con las humeantes bolsas de la permanente mientras soñaban con la posibilidad de despertar en uno de aquellos salones de París en los que la alta sociedad europea y las estrellas de Hollywood posaban para el delicado tacto costurero de Yves Saint Laurent o para cualquiera de aquellos diseñadores capaces de convertir en alta costura las incipientes arrugas que presagian la vejez. A las mujeres de la jet set su belleza no las hacía inmunes al dolor o a las enfermedades, pero de sus visitas a los salones de Coco Chanel o de Balenciaga volvían a la actividad social con un aspecto más saludable y una mirada más optimista, dopadas por un delirio de telas, divanes y espejos, como si su anestesista suizo les hubiese inyectado morfina con la misma aguja con la que Christian Dior habría sido capaz de hilvanarle a Doris Day la espuma para el baño. Naturalmente, nuestras madres volvían casa con su elegancia de baratilllo deformada por el peso de la bolsa de la compra, extenuadas por la abrumadora carga de la intendencia, vencidas por la amarga realidad de vivir en un país ácido y marrón en el que no había mujeres como Grace Nelly, como Ludmilla Tcherina, o como Soraya, aquella chica bella y desengañada que había afianzado su elegancia bajando serenamente las escaleras de un trono en Persia, repudiada porque su útero era una chistera de mármol de la que el mejor mago del mundo sólo podría haber sacado una paloma muerta.