No tendría que alterarse José Blanco porque a Mariano Rajoy le parezca continuista el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Es verdad que si lo ve continuista es que no lo ve bien, pero no esperaría el secretario de organización del PSOE la complacencia del presidente del PP, y además es normal que la continuidad de lo que ya no le gustaba a Rajoy se traduzca ahora en disgusto para él. Eso no quiere decir que le falte razón y que el gobierno nuevo no sea a la vez un gobierno veterano. Otra cosa es que parezca raro que la continuidad no guste a un conservador como Rajoy, o que mejor le vendría a un continuista como él, que encarna la continuidad en su propio partido, guardarse de reprochar continuismo a otros. Pero quizá se deba a que su propia biografía de gobierno, saltando de un ministerio a otro por breve tiempo, no le ha permitido acostumbrarse a la continuidad. De todos modos, el continuismo no es en si mismo un mal, y no lo sería siquiera en el caso de Rajoy en su partido si lo que se espera de él no fuera un cambio que le cuesta personificar. Uno está seguro de que muchos votantes de Zapatero aspiraban precisamente al continuismo, seguros de que el tiempo de una legislatura es poco para desarrollar una política que les gustaba, y por eso no sólo esperan la continuidad de los logros en materia social y de desarrollo de los derechos y libertades, sino que ven en las novedades que presenta el nuevo gobierno -protagonismo de las mujeres, ministerio de igualdad, reordenación de otros ministerios, etc- una garantía de continuidad. Paradójicamente, lo nuevo viene a apoyar lo mismo, lo que hace falta es que trabajen. Si algún temor se abriga, no por parte de Rajoy sino de los sectores más progresistas, es que los cambios en asuntos como la emigración sean tan novedosos que puedan resultar decepcionantes. Así que si el continuismo lleva el nombre de María Teresa Fernández de la Vega, porque en este caso tiene que ver con la eficacia coordinadora de la vicepresidenta y con el desarrollo, por ejemplo, de una política de igualdad, que se respalda con la novedad de un ministerio nuevo, haciendo no sólo compatible sino necesaria la continuidad con la sorpresa, bendito continuismo. Y si a veces lo más nuevo, como la apabullante realidad económica, requiere, no a un recién llegado sino a un veterano, como Pedro Solbes, porque los tiempos nuevos agradecen la experiencia y el conocimiento, véase el continuismo como un acierto. Lo mismo pasa con un asunto que le es tan querido a Rajoy como el terrorismo. No dirá que es recomendable poner ahora al frente de Interior a alguien que tenga que aprenderse los recovecos de una lucha que merece continuidad en los términos en que está planteada si el perfil de Rubalcaba responde al del ministro de Interior que se necesita hoy y cuya actuación no parece contestada. Y otro tanto ocurre con Moratinos, pero no porque se espere de él continuidad en la política exterior española, sino porque los retos de esa política, siempre variables, aconsejen el aprovechamiento de la experiencia de su gestión con una presidencia europea a la vista y otras perspectivas de cambio en nuestras relaciones con el mundo. Bien es verdad que este es un caso, como lo es el de Justicia, en el que a la continuidad hay que exigirle cambio.