Junto al vino, los pimientos, la ternera y el lacón, Galicia podría incluir también ahora a los ministros dentro del catálogo de productos con denominación de origen. Hasta tres ciudadanos nacidos y/o criados en este reino formarán parte, efectivamente, del nuevo Gobierno de Zapatero: circunstancia en apariencia anecdótica que da a Galicia una representatividad muy superior a la que le correspondería por censo, territorio y votos.

Generoso con los desfavorecidos, el presidente ha querido dar mayoría en el Consejo a las mujeres para que ese detalle aritmético ayude a equilibrar la balanza con los hombres. Por la misma razón se podría colegiar que la notable presencia de gallegos -y en particular de gallegas- dentro del nuevo gabinete contribuirá en buena lógica a que el Gobierno trate con mayor cariño presupuestario las necesidades de Galicia. Quiere decirse que si la discriminación positiva sirve para equilibrar las desigualdades entre los sexos, no hay razón alguna para que no ocurra lo mismo entre los territorios.

Por desgracia, la experiencia histórica demuestra que las cosas no funcionan así: cuando menos, en el caso de Galicia. Si las razones de paisanaje y compadreo guiasen la gobernación del Estado, lo natural sería que este pequeño reino autónomo estuviera disfrutando a día de hoy de las mejores carreteras, trenes, puertos y demás dotaciones de toda España en lugar de ser el último territorio de la Península al que llegará -si algún día llega- el legendario AVE.

De nada valió a esos efectos que un gallego de Ferrol gobernase España durante casi cuarenta años sin apenas restricción alguna a su omnímodo poder. Sin Parlamento ni oposición, Franco podía hacer lo que le viniese en gana dado que sólo rendía cuentas ante Dios y la Historia, de tal modo que acaso podría esperarse que caciqueara un poco a favor de sus paisanos. Pero lo cierto es que sólo dejó como legado un par de embalses a su tierra natal, tras hacerse regalar un pazo.

Paradójicamente, los más beneficiados por su régimen fueron los hombres de finanzas de Cataluña, Madrid y el País Vasco que, al igual que ahora, hicieron valer el peso de su bolsa. Gallego accidental a estos efectos, el Caudillo favoreció bajo su dictadura el desarrollo de los reinos más prósperos, incentivando la protección oficial a los altos hornos vizcaínos y al textil catalán. Obsérvese, por si quedasen dudas, la denominación de origen de algunos de los principales bancos de España y fácilmente se caerá en la cuenta de que tampoco los grandes capitales financieros del Norte sufrieron la persecución del franquismo por mucha que fuese la retórica anticapitalista de aquel régimen que decía odiar a los "plutócratas".

Nada de eso ha cambiado aunque la España de hoy se parezca a la de entonces tanto como un huevo a una castaña. Por métodos más democráticos, eso sí, el reparto de las inversiones sigue obedeciendo a la vieja ley de la rebatiña o rapañota que indefectiblemente concede la más gruesa porción de la tarta de los presupuestos a aquellos reinos autónomos que -para su fortuna- dispongan de mayor censo de votantes, poderío económico y/o peso político.

Frente a la fuerza de esta ley no escrita que trasciende épocas y regímenes, de poco sirve a los reinos menesterosos como Galicia el tener más o menos ministros con denominación de origen autóctona en Madrid.

Verdad es que el presidente está obligado a atender a sus graneros de votos con el nombramiento de ministros-embajadores de Cataluña y Andalucía, pero salvada esa excepción, el reparto de cuotas territoriales resulta del todo irrelevante a la hora de formar gobierno. Aunque a algunos les haga ilusión, lo realmente ilusorio es creer que la cuota de ministros oriundos mejorará el peso de Galicia en la balanza del Estado. Ya se sabe: paisaniños sí, pero la vaquiña por lo que vale. Y esta vale poco.

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