Mentiría si no reconociese que me sentí atraído por Dova hasta el punto de que pensé formalizar lo nuestro y largarme con ella a Valencia. Finalizado su contrato en "Xiro", pasamos por el Hostal Vilas a retirar su equipaje y la llevé en coche al aeropuerto al filo del amanecer. Me las arreglé para pasar a la pista y me despedí de ella con un pie en la escalerilla del avión. Refrescaba. Quise decirle algo memorable pero no recuerdo que se me hubiese ocurrido nada que resultase más interesante que guardar silencio. "En Valencia hay un buen periódico", me había sugerido media hora antes en el coche. "Tengo que resolver algunos asuntos", me disculpé a sabiendas de que en aquel momento no había en mi vida un solo problema cuya resolución no sirviese para empeorar las cosas. Dova me apuntó en una servilleta de papel su número de teléfono. Lo nuestro tocaba a su fin pero la caligrafía de aquel número de teléfono me resultó tan emocionante como si Dova acabase de entregarme la cremallera de aquel vestido negro con un discreto zurcido que le quedaba elegante como si se lo hubiese hecho un cirujano con las manos de Balenciaga y el alarmante tacto encariñado del Estrangulador de Boston, como una cornada de jazz y de seda enjaretada en el bastidor de la costura. Prometí llamarle aquella misma noche. Se lo prometí con la misma sinceridad con la que me olvidé de hacerlo. Como siempre fui muy desorganizado para mis cosas, aquella llamada se la hice ayer mismo a su casa en Valencia. Habían pasado veinticinco años, el cabaret "Xiro" llevaba casi otros tantos cerrado, su hija de doce años tenía treinta y siete y la carrera de Dova era sólo un vago recuerdo, casi apenas los restos de una leyenda nubosa. "Sigo sin pareja. ¿Sabes?, cuando te conocí estaba separada de mi marido, Me divorcié al poco tiempo. El murió y yo no he vuelto a tener novio. Sólo actúo en fiestas y en algunos compromisos muy personales. ¿Te dije que iba a montar un pub? Era cierto. Pensaba en un local con un piano de media cola en el que pudiese cantar en un ambiente de cierta intimidad. Se torcieron las cosas y no pudo ser. ¿Qué hago ahora? Ya te digo, canto por compromiso pero te juro que ya no me gusta cantar". "A veces pienso en ti, en aquellos siete días en un cabaret a las afueras de Compostela... ¿Recuerdas, Dova?... Había un mago al que nunca le salía el truco de que le aplaudiese espontáneamente el público... Tenías un vestido negro...". "Tuve muchos vestidos negros. Cuidaba mi aspecto tanto como mi voz. Eran otros tiempos. Y le ponía vestuario, profesionalidad y entusiasmo. En realidad no fue la edad, sino la carretera, lo que me decidió a retirarme. Mi hija tenía doce años. No me podía permitir el lujo de disfrutar de su infancia cuando ella tuviese treinta y yo me hubiese pasado la vida metida hasta el cuello en el asfalto y en la soledad de los hoteles". "Podrías volver... Las cantantes de ahora están fabricadas en serie y las canciones las hacen en un máquina que despacha también café, cocaína y condones"... "No, Alvite, no volveré. Ya no estoy para recuerdos nuevos. La industria discográfica está casi hundida y para los conciertos se piden chicas jóvenes y monas... Las hay que vienen una gran voz y son muy atractivas, sí, es cierto, pero como que les falta personalidad...". "Tienen una belleza insípida, un glamour digital... son una mezcla de pollo de granja y efectos especiales". A Dova le corre prisa recoger en el colegio a uno de sus nietos. Nos despedimos. Prometo telefonear de nuevo, "esta misma noche...mañana, como muy tarde". "Suelo estar en casa y tengo tiempo para hablar. Llámame. Me has dado una alegría". Tendré que organizarme. Le debo esa llamada y no podré esperar otros veinticinco años. Porque dentro de veinticinco años, querida Dova, lo más probable es que las empresas de telefonía no hayan evolucionado lo suficiente para permitir el establecimiento de llamadas de cadáver a cadáver. Pero si te llamo, será a cambio de que me cantes por teléfono dos compases de "Amigo", aquella canción lenta, umbilical y sensible que me dedicaste en "Xiro" la primera noche que te subí en coche al cabaret y saliste a escena con aquel largo vestido negro por el que a mi me pareció que se descolgaba hasta el suelo, como una elegante pantomima de raso, la hidra transexual de Dios...