Pasaron muchos años desde aquello y no he vuelto por el fango. A veces me asalta la tentación del regreso pero no me cuesta vencerla. No creo que fuese una buena idea volver. Entonces tenía fe en el ambiente y cierta necesidad de vivir emociones fuertes que me compensasen de la tediosa rutina de cada día. Cosas que ahora me pide la literatura, entonces, amigo mío, me las pedía el cuerpo. Era casi tan joven como el periódico que acabase de comprar en el quiosco y bien entrada la madrugada hasta me parecía que el cansancio me daba fuerzas. No sé como diablos lo hice, pero también es cierto que no me fue difícil dominar al mismo tiempo el sueño y la conciencia, de modo que nada me parecía descabellado, imprudente o deleznable. La sensación de indecencia se la dejaba para los hombres rectos y eficaces que siempre me pareció que olían como si se hubiesen perfumado con el suavizante de sus pijamas. ¿Remordimientos? ¿Mala conciencia? No, nada de eso me incumbía entonces. Solo de vez en cuando me pasaba factura la acidez del tabaco. Ese era mi verdadero problema moral y lo podía resolver con media cucharada de sal de frutas. Nunca creí que Dios me pudiese reprochar nada que no me hiciese daño en el estómago. Lo importante era que no me fallase el cuerpo y en ese sentido puedo decir que mi salud jamás me dejó en la estacada. Viví al límite durante muchos años, entendiendo por límite esa sensación de vulnerable eternidad que te invade cuando presientes que por mucho que te excedas, tu cadáver le tocará en suerte a otro y a ti sólo te necesitarán para que pongas de tu parte la documentación. Estaba tan persuadido de mi fuerza, ¿sabes?, y tan convencido de sobrevivir a cualquier esfuerzo, también tan ajeno al paso del tiempo, que el almanaque sólo me parecía interesante para envolver el reloj. Era el primero en llegar al garito y el último en salir. Bebía a morro las bocas de las chicas y meaba carmín. El cementerio de Boisaca estaba lleno de hombres que habían sucumbido con el doble de mala suerte y con la mitad del esfuerzo. Puede que no lo creas, amigo, pero mis calzoncillos tenían en aquella época más mundo que la mayoría de las personas que conocía y cada vez que los echaba a lavar era como si metiese un bebé en la lavadora, como había hecho C., aquella pobre chica que parió en la cama del burdel y como estaba borracha, se durmió encima del crío, lo asfixió durante el sueño y al despertar lo mezcló con la colada y lo echó a rodar en el bombo de la lavadora como si fuese el pañuelo de limpiarle las narices a un cerdo. Nadie se extrañó por aquello. La muerte era parte de la vida y lo sorprendente era a menudo que alguien despertase vivo. ¿Qué habrá sido de C.? ¿Donde andará M.? ¿Y las otras? Pasaron muchos años y supongo que las que no cayeron reventadas, fue porque se retiraron o se les volvió salami la vagina. Habrán ganado mucho dinero pero, con seguridad, menos del que les apeteció gastar y realmente gastaron. Aquellas chicas eran como los caballos de carreras, que sudan, ganan premios y se habla un rato de ellos, pero al final de sus proezas en el hipódromo la gente por lo general solo recuerda vagamente al jinete. También tenían controlada la conciencia, ¿sabes?, y estaban a salvo de cualquier remordimiento, pero yo sé que incluso a las chicas de salud más resistente, lo que no se les perjudicase con el recuerdo tal vez se les pudriese inexorablemente con el semen. Yo me encuentro bien y me alegro de ello. No sé si fue suerte o es que supe administrarme. Lo suyo y lo mío eran partes distintas de lo mismo. En aquel naufragio, muchacho, yo era la vela, y ellas, mal que me pese, eran la quilla. Tanto ellas como yo sufrimos problemas de afonía por culpa de la mala vida, ya sabes, mucho hielo, cambios de temperatura, tantas copas, música a veces demasiado ruidosa... besos en mal estado,... lenguas que infectaban la saliva... pero la diferencia es que a mí el otorrino jamás me habría encontrado una piña de espermatozoides aferrados a la faringe como percebes de yeso. Pero todo eso lo veo ahora que no tengo previsto volver. No lo veía entonces. Porque entonces, maldita sea, ...porque entonces lo tenía todo a favor y podía dormirme en la carretera al volante del coche en la seguridad de que al despertar estaría a salvo soñando en una cama en la que no hubiese que hervir cada dos semanas el despertador y el colchón. Fueron buenos tiempos, los mejores años de mi vida. Me considero un tipo afortunado. Y si no vuelvo es porque sé que mi cadáver ya no estaría a la altura de aquellas dulces exequias. Y porque no hay que repetir dos veces la apuesta de bailar un vals pisando a boleo en un campo minado. Lo cierto, sin embargo, es me acuerdo mucho de aquellos días. Me gasté una fortuna en el fango, pero, ¡qué demonios!, creo que aquel dinero me sirvió para comprender que si uno pone un poco de ilusión, incluso en las noches de bruma y nubes bajas se pueden ver las estrellas reflejadas en el capó del coche en el que vuelves a casa por la carretera que lleva al cementerio...