El hombre más guapo del mundo e incluso de las galaxias -como sugiere su recién ganado título de Mister Universo- es un gallego y además de Xinzo, detalle que tal vez añada mayor mérito si cabe al triunfo de nuestro paisano. La Galicia del interior, injustamente preterida, se reivindica a sí misma con el éxito de Iván Cabrera, bombero de profesión al que nada cuesta vaticinar un prometedor futuro en el negociado de las pasarelas de moda que ya le ha reclamado desde Nueva York.

Ya que no en nivel de sueldos, pensiones, renta por habitante y otros aburridos asuntos propios de la economía, conforta saber que los gallegos empezamos a triunfar -a título individual, eso sí- en las más glamorosas páginas del deporte y la prensa de colorines. A las gestas olímpicas de David Cal, esforzado piragüista de O Morrazo, podemos sumar ahora el máximo galardón del planeta en materia de belleza masculina. Y esto no ha hecho más que empezar.

Lo de Cal tuvo su mérito, si bien conviene admitir que el de la piragua no es exactamente un deporte de masas capaz de competir con el fútbol o siquiera el balonmano. Mucho mayores han de ser, sin duda, los réditos de popularidad que proporcione a Galicia el inesperado hallazgo de un Adonis que ha traído a las vitrinas de este país el trofeo de hombre más sexy del planeta y hasta del Universo.

Dirán los más quisquillosos que el éxito del joven de Xinzo es una anécdota de orden estrictamente individual que en modo alguno afecta a la buena o mala imagen de este reino. Razón no les falta, pero también hay que considerar las posibilidades de proyección exterior que el salto a la fama de Cabrera acaso preste a Galicia.

La elección de un Mister Universo autóctono rompe, cuando menos, con cierto viejo estigma que cargamos desde hace siglos -y todavía hoy- los vecinos de este país, a saber: el de que somos mayormente feos y de aspecto rudo.

Cejijunto y más bien apagado de luces era, por ejemplo, el Manolito Goreiro de las deliciosas historietas de Mafalda. Más allá del simple chiste, el dibujante Quino no hizo otra cosa que retratar en su personaje un extendido tópico que definía y tal vez defina aún a los gallegos como gente de trazos bastos y escasa instrucción. El lápiz del dibujante tenía un valor puramente notarial en la medida que se limitaba a constatar un estado de opinión existente. No había animosidad alguna contra los gallegos por parte del entrañable Quino.

En realidad, nuestra oprobiosa fama de gente malcarada viene ya de lejos en la Historia. Tanto como para que Paul Lafargue, el yerno que le salió rana a Carlos Marx, lamentase en su ensayo sobre "El derecho a la pereza" el degenerado aspecto físico que, a sus ojos, tenían los gallegos de hace dos siglos. Lejos de vincular la mala pinta de los galaicos a sus carencias alimenticias, Lafargue la atribuía a la reprobable afición a la faena de los naturales de este país. Nos comparaba, si sirve de consuelo, a los chinos y a los escoceses, razas tan malditas como la nuestra para las que el trabajo es, según el mentado ensayista, "una necesidad orgánica".

Esa doble mala fama de gente trabajadora y a la vez carente de apostura física perduró en el tiempo hasta tal punto que todavía hoy siguen publicándose al otro lado del Atlántico recopilaciones de "chistes de gallegos" con notable éxito de ventas. El género, como el curioso lector podrá comprobar en cualquiera de las numerosas páginas dedicadas en Internet, se basa en la consideración de que los galaicos somos gente imparcialmente embrutecida por el trabajo así en el físico como en el intelecto.

Felizmente, la elección de un apuesto galán del país como Mister Universo bien podría contribuir a la mejora de la pésima imagen que los vecinos de este reino padecemos por ahí fuera. En el peor de los casos, debiera quedar claro que los gallegos no somos feos: somos riquiños. Lo dice un anuncio.

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