El presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, se enfrenta estos días a las críticas más duras que ha sufrido hasta el momento desde el inicio, hace un año, cuando llegó al poder, de su polémica política de guerra contra las drogas, que se ha cobrado ya la vida de más de 12.000 filipinos.

El detonante de las protestas fue la muerte la semana pasada de Kian Loyd Delos Santos, un adolescente de 17 años que perdió la vida durante una ofensiva policial. Una cámara de seguridad grabó el momento en el que varios policías vestidos de paisano detenían al menor y lo conducían en dirección al callejón en el que apareció su cadáver.

Aunque Duterte reiteró el pasado miércoles su respaldo a la Policía en esta guerra contra las drogas, advirtiendo además que no cambiará tal política, este escandaloso asesinato le obligó a recordar a los agentes que su deber es detener a los sospechosos y emplear la fuerza letal sólo cuando sus vidas corran peligro. "No se puede matar a una persona que está de rodillas suplicando por su vida. Eso es asesinato", declaró Duterte, que ya el pasado lunes reconoció que las fuerzas de seguridad habían podido cometer "abusos" en el marco de la campaña contra las drogas.

Ese mismo día, Duterte ordenó poner bajo custodia a los agentes implicados en la muerte del estudiante. No obstante, su política represiva contra el narcotráfico y el consumo de estupefacientes cuenta con el respaldo de una amplia mayoría de los filipinos, que alegan que la desaparición de las drogas aporta más seguridad.

Sin embargo, las organizaciones de Derechos Humanos denuncian que gran parte de los fallecidos en esta guerra contra las drogas son personas adictas o pequeños traficantes, y que dos terceras partes de ellos han perdido la vida a manos de mercenarios o de policías encubiertos. Unicef, por su parte, pidió el pasado martes una investigación urgente e independiente sobre la muerte del joven Kian Delos Santos.