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La paz limpia El Guaviare de paramilitares y narcos

La jungla colombiana se ofrece como despensa del mundo

Puerta de Orión en El Guaviare

Los helicópteros del Ejército colombiano rompen el silencio de las noches en El Guaviare, una extensa superficie de tierra caliente en el sureste del país del realismo mágico, para proteger a una población que sueña con ofrecer a la humanidad su paraíso ecoturístico y una despensa de una riqueza y variedad extraordinarias tras poner fin a la pesadilla padecida por el interminable fuego cruzado entre la guerrilla de izquierdas y los grupos armados ilegales. Es la jungla donde pasaron seis largos años de cautiverio en manos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Ingrid Betancourt y su secretaria, Clara Rojas.

En la década de 1980 se instalaron allí también los narcoterroristas que inundaron las calles de las pequeñas ciudades y los caseríos de billetes mientras montaban en la espesísima selva tropical sus clandestinos laboratorios de cocaína. Durante cincuenta y dos años, El Guaviare acogió en medio de una confusión total a los guerrilleros de las FARC, a los paramilitares de extrema derecha y a los narcotraficantes liderados por Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez "El Gacha". Ahora a sus sufridos habitantes les toca aprender a vivir en una paz para ellos desconocida.

"Aquí todo el mundo ha estado relacionado con el negocio de la cocaína", reconoce Arnoldo López, guía turístico de 27 años, que muestra con orgullo a los visitantes las riquezas de un mundo abandonado, el de mayor biodiversidad del planeta, cubierto de una flora copiosa y de una fauna exuberante, donde se esconden pinturas rupestres con pictogramas aún sin datar grabados en los impresionantes tepuyes sagrados de los indígenas solo accesibles para los chamanes. Por este edén transcurren ríos coloreados por bellas plantas acuáticas y se alza una vista espectacular de la imponente Serranía del Chiribiquete, enclavada en el Escudo Guayanés, una de las formaciones rocosas más antiguas de la Tierra que atraviesa Venezuela, Brasil, Guyana, Guayana francesa y una parte de Colombia. Un paisaje fascinante.

Tierra de colonos habitada por cabucos, mestizos de blancos e indígenas, el fértil Guaviare pasó de la comercialización del caucho al negocio de las pieles salvajes para entregarse a partir de mediados de 1980 a la producción primero de marihuana y después de cocaína, una droga que llenó los bolsillos de las mafias más sanguinarias de Colombia y las arcas de los guerrilleros y paramilitares que ahora emergen de la selva para reincorporarse a la sociedad civil tras la firma de la controvertida paz acordada el pasado 24 de noviembre entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y los líderes de las FARC. Una paz con un extenuante e interminable camino plagado de baches, cuyo último capítulo hasta ahora ha sido el rechazo dado por los colombianos en el referéndum de octubre al texto legal que fija unas penas mínimas para los criminales de las guerrillas.

Sin entrar en los complicados vericuetos interpretativos de lo que han votado, los colombianos ansían la paz y más en las zonas alejadas de la capital, Bogotá. Tratan de reinventarse con un turismo ecológico para los amantes de la naturaleza y el senderismo y sacudirse el estigma que la droga inyectó en estos parajes poblados por comunidades indígenas que no han tenido aún la oportunidad de descubrir la civilización.

Los habitantes del Guaviare han aprendido a manejar los silencios y afrontan con incertidumbre nada disimulada la oportunidad que se les ofrece para dejar atrás el narcotráfico y la violencia. "No va a ser fácil", reconoce César Arredondo, guía turístico de 25 años que creció en San José del Guaviare bajo la dictadura de las FARC, donde los guerrilleros castigaban con severas palizas a los menores que descubrían fumando un simple cigarrillo. Con los ladrones y traficantes de droga eran todavía menos condescendientes. Simplemente los mataban aunque ellos no tuvieran el menor reparo en hacer negocio con la coca de purísima calidad producida por los narcos.

Control férreo

Los comandos liderados por Rodrigo Londoño, 'Timochenko', ordenaban férreamente la vida de los campesinos. Les indicaban cuándo podían cultivar, talar árboles o cazar en un afán controlador que sin proponérselo ha acabado protegiendo este paraíso de la destructiva mano del hombre. En Colombia, el segundo país con más minas antipersonas del mundo, después de Afganistán, existen más de un millón de kilómetros cuadrados de tierra virgen controlada durante el último medio siglo por las guerrillas, de izquierdas y de derechas, y por los narcotraficantes que en un trueque perverso llegaban a pagar los trabajos campesinos de los ingenuos indígenas con pequeños cartuchos de cocaína. "Cuando era más joven no podía salir de casa después de las ocho de la tarde", rememora Arnoldo López al referirse al toque de queda que el miedo a los milicianos impuso a los 60.000 habitantes de San José del Guaviare, capital del departamento.

En la memoria de los mayores permanecen grabadas a sangre y fuego las imágenes de la masacre en 2002 del Boyacá. Las FARC, enfrentadas a los paramilitares por el control de la zona y el acceso al río Atrato, asesinaron en una iglesia a más de 100 personas refugiadas en el templo. Tampoco pueden olvidar la matanza de 32 paisanos en Maripián en 1997, provocada por un ataque de los 'paracos' de Carlos Castaño Gil contra los que consideraban colaboradores de las guerrillas del sur.

La vida en El Guaviare ha sido muy dura, admiten todos, decididos ahora, por fin, a disfrutar de la belleza de sus paisajes. Pero exigen la presencia del Estado al que recriminan haberlos abandonado a su suerte durante los más de 50 años de conflicto. "Por aquí los políticos solo pasan cuando es época de elecciones y poco", censura Abraham Ballesteros, que junto a su esposa Sonia López custodian el acceso al empinado camino que lleva a las pinturas rupestres de Nueva Tolima, en la Sierra de la Lindosa.

La misma crítica lanzan los pobladores de las paupérrimas comunidades de los márgenes del río Guaviare, un caudal de 1.497 kilómetros de largo formado por la confluencia de los ríos Guayabero y Ariari. "A finales de la década de 1980, en pleno apogeo del narcotráfico, aquí había hasta una discoteca", recuerda con nostalgia una antioqueña de 66 años que vive desde hace 45 en este poblado atormentado por las balas del Ejército, la guerrilla y los paramilitares de Castaño Gil. En 2004, los "paracos" comenzaron a salir de las zonas que controlaban para reincorporarse a la sociedad. No lo hicieron todos, pues algunos crearon nuevas brigadas criminales que aún atemorizan a los indígenas, trafican con droga y se dedican sin el menor escrúpulo a la minería ilegal.

El Parque Nacional de la Serranía del Chiribiquete surge de improviso en este vasto y frondoso paisaje extendido por el departamento del Caquetá. Más conocido como El Brócoli, por la asombrosa espesura de su vegetación, tiene una extensión superior a la de los Países Bajos: El Chiribiquete de 575.000 hectáreas fue elegido por Pablo Escobar para ocultar en Tranquilandia su mayor laboratorio de cocaína, camuflado en una tupida selva amazónica inundada de ríos salvajes, vestigios de rituales indígenas y plantas alucinógenas, tóxicas y medicinales.

Tribu de los Karijonas

Descubierta esta frontera del mundo civilizado en 1987, unos expedicionarios del Jardín Botánico de Madrid colaboraron en 1991 en la investigación del descomunal paraje sagrado de la tribu de los karijonas, habitado por centenares de especies de aves y mariposas.

Es el paraíso atrapado en un conflicto que no sin dificultades da sus últimos coletazos para llevar la paz a los campesinos del Guaviare, decididos a cambiar el cultivo de la hoja de coca por el cacao, el café, la batata o las piñas mientras se procede a limpiar las zonas infectadas por los plaguicidas lanzados desde el cielo en el marco del plan Colombia suscrito con Estados Unidos en 1999 para acabar con las extensas plantaciones de cocaína. La agricultura y el turismo son la nueva apuesta del Gobierno de Juan Manuel Santos para esta zona que se ofrece al mundo como una inmensa despensa de una tierra fertilísima capaz de paliar el hambre que aún azota a 850 millones de personas.

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