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La carrera por el Elíseo

El paso atrás del señor corriente

Un rechazo sin precedentes en las encuestas convierte a Hollande en el primer presidente de la V República francesa que no opta a la reelección

Hollande, horas antes de anunciar su renuncia. // Reuters

La decisión del socialista François Hollande, anunciada el jueves, de no presentarse a la reelección presidencial carece de precedentes en los 58 años de la V República francesa. El centrista Giscard d'Estaing, en 1981, y el postgaullista Nicolas Sarkozy, en 2012, fracasaron en su intento de ser reelegidos, pero se habían atrevido a intentarlo. Hollande, en cambio, ha sucumbido a las presiones de su partido, alarmado por unas encuestas que le otorgan entre un 7% y un 13% de apoyo, el nivel más bajo desde que en Francia se exploran afectos ciudadanos. También ha cedido a sus propios miedos a recibir un serio varapalo ya en las primarias socialistas de finales de enero.

Al hacerlo, el político que para desmarcarse de su antecesor, el ostentoso y frenético marido de Carla Bruni, llegó al Elíseo en mayo de 2012 aureolado como "monsieur normal" (el señor corriente) ha resuelto dejar a otros -tal vez a su primer ministro, Manuel Valls, aunque eso lo decidirán las bases- un titánico intento: impedir que en la segunda y definitiva vuelta electoral, los franceses tengan que limitarse a elegir, como prevén las encuestas, entre la extrema derecha de Marine Le Pen y la derecha extrema de François Fillon, el primer ministro de Sarkozy entre 2007 y 2012.

La verdad es que Hollande, que fue el primer candidato galo elegido en primarias, llegó de rebote a la Presidencia, después de que la acusación de haber violado a una camarera dejase fuera de combate al gran favorito, el entonces director del FMI, Dominique Strauss-Khan (DSK). Su experiencia ejecutiva era muy corta. Se limitaba a la alcaldía de Tulle, ciudad de 15.000 habitantes, y a la presidencia del departamento rural de Corrèze, algo así como la presidencia de una oscura diputación española.

No obstante, a sus 57 años, Hollande tenía una amplia experiencia como hombre de aparato, ya que durante más de una década había desempeñado la secretaría general del Partido Socialista (1997-2008), lo que sin duda le valió para mover muchos hilos de las primarias. Se limitó a copiar los modos del único presidente socialista que había tenido Francia, el "monarca" François Mitterrand.

Hollande, quien pese a todo nunca ha querido ser "monarca" -y eso es algo que no gusta a muchos franceses-, arrancó envuelto en una corriente de esperanza que, dentro y fuera del país, depositó en sus manos la tarea de combatir el dictado de austeridad de Merkel, causante de sumir a Europa en su segunda recesión consecutiva. Su objetivo era aunar la obligada contención del gasto con el crecimiento sostenido que Francia busca en vano desde hace 20 años. Su receta anunciada, tan mágica como electoralista, consistía en enfrentarse al mundo de las finanzas, al que, en su primer discurso de campaña, calificó de candidato sin "nombre ni rostro ni partido, que ha tomado el control de la economía, de la sociedad y de nuestras vidas".

La frase era buena y demuestra que los llamados populistas no tienen el monopolio de las sentencias brillantes y que en casi todo político hay un populista. Pero los resultados no acompañaron. En el exterior, el combate con Merkel era tan desigual que el eje francoalemán, que con Sarkozy se había convertido en el muy desigual "Merkozy", se esfumó para dar paso a una UE alemana.

En el interior, el objetivo era crecer, a ser posible al 2% anual, para reducir el paro. En mayo de 2012, el desempleo era del 10% y en los meses siguientes siguió subiendo, hasta el punto de que Hollande se comprometió en 2014 a no intentar la reelección si no lo doblegaba. Sin embargo, el pasado octubre, el paro estaba en el 9,7%, con un PIB que en el tercer trimestre había crecido al 0,2%, una décima menos que la media de la eurozona.

De nada le valió a Hollande el giro a la derecha emprendido en marzo de 2014, tras el descalabro de los socialistas en las municipales. Decidido a acometer el trabajo sucio que la Historia ha acabado encomendando a la socialdemocracia, el presidente hizo primer ministro al socioliberal Valls y colocó al frente de Economía a Macron, un cachorro de la banca Rothschild con nombre y con rostro, aunque sin partido. Macron competirá en las presidenciales de 2017 e intentará seducir al centrismo y al socialismo tibio.

Las dos facturas más pesadas que ese giro derechista le ha pasado a Hollande han sido el descrédito causado por las inútiles rebajas fiscales a las empresas y el desgaste generado por meses de luchas sindicales contra una reforma laboral que, al final, aprobó por decreto. Francia conoció así su primera experiencia de "indignación", cuyo impacto en las presidenciales está aún por ver.

A los flojos resultados económicos obtenidos se sumó en enero ("Charlie Hebdo") y en noviembre de 2015 ("Bataclan") el brutal zarpazo del yihadismo, repetido el pasado julio en Niza, que ha dejado a Francia en permanente estado de excepción. Pese a que el 13-N elevó durante unas semanas la popularidad de Hollande, quien aparcó al hombre corriente en favor del mariscal de inspiración gaullista, el azote del terror le empujó a la grave equivocación de pretender la inclusión en la Carta Magna de la pérdida de la nacionalidad para los condenados por terrorismo.

El revuelo de la izquierda le obligó a rectificar, pero el arrepentimiento difuminó aun más el perfil del hombre que, por ejemplo, ha legalizado, con enorme oposición derechista en la calle, el matrimonio homosexual.

A decir verdad, Hollande ni siquiera tuvo los habituales cien días de respiro, y la obsesión, propia y ajena, por hacer del crecimiento y el paro el fiel de la balanza de su mandato han dejado en la sombra su mayor logro: Francia ha atravesado los últimos cinco años, tan duros en muchos países, sin conocer el verdadero peso de la austeridad. Como resultado de este desenfoque, la izquierda gala oscila hoy entre un socialismo dividido y zombi y la incógnita del verdadero peso del poscomunismo.

En ese marco, la ultraderecha del Frente Nacional, que ya en 2002 accedió a la segunda ronda presidencial, ha encontrado en la UE de Merkel y de la burocracia de Bruselas, así como en el paro y el auge del yihadismo, un caldo de cultivo que sitúa a Le Pen en cotas de apoyo del 25%. Eso ha movido a la derecha neogaullista a extremarse en la figura del católico Fillon, quien, dispuesto a someter de una vez a la laica Francia a la siempre pospuesta cura de caballo neoliberal, recoge ahora mismo en torno al 30% de respaldos. Eso los convierte, hoy por hoy, en los finalistas de las presidenciales.

Hace 14 años los electores de izquierda frenaron a Le Pen padre votando a Chirac. Sin embargo, no está claro que, en 2017, una simple pinza en la nariz pueda ocultarles el intenso aroma derechista de Fillon y permitirles votarle contra Le Pen hija. Es otra razón más para que Hollande se retire. Llegado el caso, nadie podrá reprocharle haberle allanado el camino a la ultraderecha persiguiendo una imposible reelección.

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