No hay trenes a Alemania. La señora que trabajaba la semana pasada en el punto de información de la estación de Wien Westbahnhof, en Viena, estaba cansada de repetir lo mismo. Cuando alguno de los más de cuatrocientos refugiados sirios que se hacinan en el andén 1 se le acercaban, tras soportar largas colas de espera, a preguntarle a qué hora podrían tomar un tren para Múnich o Fráncfort encogía los hombros en señal de desconocimiento.

La de Viena era hasta ahora una estación de paso donde los refugiados no permanecían más de 24 horas, pero la situación ha cambiado por el bloqueo de fronteras. Ante esta tesitura, decenas de voluntarios, la mayoría jóvenes estudiantes, arrimaban el hombro para hacer la estancia más llevadera a los huéspedes que llegan a Europa en busca de un futuro mejor. El almacén que la OBB deja a los voluntarios de Caritas&Co es un hervidero desde primera hora para atender la demanda.

A las siete ya hay jóvenes clasificando los víveres que muchos ciudadanos dejan a las puertas. Se parte el pan y se deposita en pequeñas bolsitas de plástico que más tarde se suben al primer andén en un carrito de supermercado. Permanentemente hay al menos cuatro carritos arriba en el andén, que pronto se vacían: uno con agua, otro con pan y galletas Clever, un tercero con productos de aseo (desodorante, cepillos de dientes) y el cuarto con fruta, generalmente bananas o manzanas. Todo donado por ciudadanos anónimos y empresas circundantes. El pan untado de hummus enseguida vuela.

A la hora de comer se forman colas también para entregar fideos o arroz caliente. Mientras preparan los bocatas en el almacén, los voluntarios intercambian impresiones y vivencias. "No todos son refugiados sirios, hay como un 40% de afganos", relata Walaa Abdelkader, descendiente de egipcios. La joven de 20 años, estudiante de arquitectura, sabe árabe y colabora como traductora. "Lo primero que piden al llegar es agua, algo de comer y ropa. Muchos incluso tienen que ser atendidos por los sanitarios".

Después preguntan "cómo se pueden reservar pasajes", explica Abdelkader, que cada día se planta en el andén 1 a las ocho de la mañana, donde permanece unas diez horas diarias. "Me temo que este problema va para largo", dice. Una sospecha que comparte la catalana Laia Safont, que dedica el tiempo libre que le deja su trabajo al voluntariado en la estación de Wien Hauptbahnhof.

Lo que antes era un garaje de bicis de la empresa OBB alberga ahora unas 60 camas plegables mixtas para emergencias, una treintena para mujeres y niños en una habitación anexa que ella se encarga de acondicionar. "Nunca sabes cuándo va a llegar un tren con refugiados y cuando eso ocurre a veces la situación te supera", explica. Fuera, bajo una especie de improvisadas jaimas, sus compañeras dividen por talla y sexo la ropa que donan centenares de voluntarios y que los refugiados hacen cola pacientemente para conseguir.

"Las redes sociales son fundamentales. En cuanto haces un llamamiento de que hace falta ropa o cualquier cosa, a la hora llegan familias con el avituallamiento requerido y hasta una guardería ofrece servicios de cuidados gratuitos", explica Safont.

A escasos metros de su lugar de trabajo se amontona el avituallamiento y hay una decena de baños pero no tienen ducha. Los voluntarios pasan cada 30 minutos con un cartel para que quien quiera darse una ducha pueda hacerlo en el local que un banco cercano cede. Algunos se apiñan en tiendas de campaña. Muchos evitan las fotos, como el afgano Alí Mohammadi, que sin ser refugiado aprovecha la tesitura para huir de los talibán tras pasar por Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia y Hungría.