Los medios norteamericanos denominan "maldición del segundo mandato" los escándalos que afectan a los presidentes de EE UU una vez que han conseguido la reelección. Le ocurrió a Clinton con el "material biológico" que dejó pegado en el vestido de Monica Lewinsky y, antes, a Reagan con la venta de armas a Irán y la financiación de la Contra nicaragüense. Esta semana le llegó el turno a Obama.

Son tres los escándalos que acosan al primer inquilino negro de la Casa Blanca y que, entre otras cosas, han puesto en entredicho su capacidad para controlar los muchos resortes de su poder. Está, por un lado, que el Departamento de Justicia "pinchó" durante dos meses una veintena de teléfonos de la agencia "Associated Press" (AP); por el otro, que el Servicio de Impuestos Internos (IRS), la Agencia Tributaria de EE UU, acosó fiscalmente a grupos que llevan en su nombre las palabras "Tea Party" o "Patriot"; finalmente, a Obama sigue persiguiéndole la acusación de que su Gobierno maniobró para ocultar el neto perfil terrorista del asalto al consulado de Bengasi (Libia), el 11-S de 2012, dos meses antes de las elecciones presidenciales.

Estuviese o no enterado de estas prácticas, no se puede decir que Obama no haya reaccionado con rapidez. El director del IRS, Steven Miller, ya ha dimitido, y el mandatario ha dicho que lo ocurrido es "intolerable" e "inaceptable", y que los norteamericanos tienen motivos para estar enfadados, porque él también lo está.

Más peliagudo se presenta el escándalo de las escuchas a AP, pero aquí Obama ha apelado a la tan traída "seguridad nacional" -que si se viola, arguye, "pone en riesgo" a personas- y se ha sacado de la chistera una iniciativa legislativa, aparcada en 2009, para conciliar los intereses de los periodistas, por un lado, y de los guardianes de los secretos, por el otro.

En cuanto al asalto de Bengasi, la Casa Blanca ha optado por desclasificar un centenar de documentos -correos electrónicos en su mayoría- para saciar las ansias republicanas de conocer el alcance del maquillaje con fines electorales diseñado a medias -pero no al alimón- por la CIA y el Departamento de Estado. Lo malo es que la difusión de esas comunicaciones ha desvelado la existencia de fuertes tensiones entre la agencia y el departamento que entonces dirigía Hillary Clinton, y por ahí podría abrirse un cuarto frente.

Sin embargo, de momento son tres los escándalos que Obama afronta, y aunque la tripleta no tenga aún categoría suficiente como para hablar de "maldición del segundo mandato", lo cierto es que el líder demócrata tiene ante sí un panorama muy distinto del que imaginó cuando venció con holgura a Mitt Romney el pasado mes de noviembre.

Más allá del daño incalculable que el espionaje a periodistas puede acarrear a su impoluta imagen de gobernante progresista, sobre Obama se ciernen ahora los miedos de un país contrario por naturaleza a los gobiernos que se extralimitan e intentan abarcar demasiado; miedos que estos días no habrán dejado de crecer al abrigo de los "pinchazos" a AP, el exigente escrutinio fiscal de los grupos que más detestan al presidente y la pugna interna que revelan los correos de Bengasi.

Así que la situación es bien delicada para Obama, cuya Administración ya era vista por muchos norteamericanos como excesivamente entrometida. No obstante, aún podría irle peor si nuevas revelaciones confirmaran que no tiene tan sujetos como parecía todos los hilos por los que se ramifica su poder. Entonces, además de entrometido, parecería débil. Y eso sí que sería una maldición.