El mayor beneficio de los aniversarios es que hacen aflorar ese tipo de miradas reflexivas hacia el pasado que arrojan luz sobre episodios confusos. En particular cuando la mirada corresponde a protagonistas de los hechos, como fue el caso del inglés Tony Blair, escudero de honor de Bush y la banda "neocon" en la invasión de Irak.

Gracias a Blair hemos podido intuir, tras una década, el profundo carácter visionario de aquella operación relámpago que, todavía ayer, se ha cobrado otras 60 vidas. Se trataba de adelantarse -¡diantres! ¿y cómo pudimos no darnos cuenta?- a una conjura opositora que, ocho años antes de la primavera árabe, pretendía derrocar a Saddam. De haberse consumado, diagnostica Blair, el alzamiento habría provocado una masacre "peor que la de Siria".

Gracias, Blair, te sean pues dadas por enseñarnos al fin a contar cadáveres, por iluminarnos para que entendamos que los 70.000 causados por la guerra civil siria han de doler mucho más que los cientos de miles derivados de tus premoniciones iraquíes.

Pero, sobre todo, gracias Blair, pétreo en tu rostro como en sus fundamentos quiso Cristo a la Iglesia que abrazaste en 2007, por sacar de su ignorancia a quienes pensaban que Irak fue el mayor pelotazo de la historia, una desalmada operación en la que se privatizó la guerra (Cheney), se disparó la venta de armas (Rumsfeld), se colocó el petróleo en cotas estratosféricas de las que aún no ha bajado (Bush) y, en suma, se transfirieron a bolsillos como los tuyos billones de dineros públicos.