En la selección de momentos estelares de Chávez que recorre las pantallas del mundo se alza por encima de todos su impagable prestación de 2006 en la tribuna de la Asamblea General de la ONU: trasmutado en exorcista, Chávez se persigna tras detectar rastros del azufre dejado la víspera por su odiado Bush. Una vez más, el caótico y excesivo "caudillo libertador" representaba su papel de gallo dominante. El gallo que desde 1999 intentaba revolucionarle, petróleo en mano, el patio trasero a los Estados Unidos.

Cuando Chávez llegó, tras una abrumadora victoria electoral, al palacio presidencial de Miraflores, Venezuela era una cloaca de corrupción y buena parte del patio latinoamericano lo cubrían los escombros dejados por dos largas décadas de sometimiento a los dictados del FMI. Cuba, último reducto del discurso antiimperialista, agonizaba tras la desconexión del desfibrilador soviético.

Chávez, bisnieto del bandido Maizante, una suerte de Robin Hood caribeño, se convirtió enseguida en algo así como un hermano menor, complementario y regional, del saudí Bin Laden, cuya sombra empezaba a alargarse sobre el Nuevo Orden nacido de la caída del Muro. Si el fantasmal Laden había lanzado ya a EE UU el zarpazo de las embajadas de Kenia y Tanzania (1998), la amenaza de Chávez radicaba en su reivindicación del socialismo y en su pasión de discípulo fervoroso por la dictadura castrista.

Instalado en Miraflores, Chávez renovó las pilas del marcapasos de los hermanos Castro y abrió una nueva vía que, durante catorce años, ocho de ellos ante las narices de Bush, ha ido dando forma al eje bolivariano, denominación que apela a la independencia y la unidad latinoamericanas. Nada muy grave, pero suficiente para que los príncipes de las tinieblas "neocon", en plena borrachera de 11-S, le obsequiaran en 2002 con un golpe de Estado fallido.

Desde entonces, el maná petrolero venezolano -revalorizado por la guerra de Irak; otro daño colateral- ha regado Cuba, Nicaragua, Bolivia, Ecuador y hasta 17 países, pero además ha permitido al Brasil de Lula, la Argentina de los Kirchner, el Uruguay de Mújica o el Paraguay de Lugo afilar sus garfios cada vez que necesitaban mostrar descontento ante el ogro del Norte. Igual que los afilaron el Irán de Ahmadineyad, la Libia de Gadafi o la apestada Bielorrusia de Lukashenko, siempre bajo las complacidas miradas de Rusia y China. De este modo, el petróleo de Chávez lleva década y media engrasando un universo disidente que se empeña en negar el final de la Historia.

Lo malo de Chávez es que, sin ser un idiota, manejaba un discurso de ruido y furia propio de la guerra fría y no había entendido nada de la fase del capitalismo especulativo y virtual conocida como globalización. Todo lo contrario que el imperfectísimo Brasil de Lula, que, a solo dos manzanas, iba tejiendo, sobre bases sentadas por el denostado Cardoso, los mimbres de una vía de salida de la miseria. Un vía que, muerto Chávez, tendrá mayor margen para demostrar -lo hace ya en Perú y, aunque menos, en Ecuador- su capacidad de desescombro de un patio huérfano de gallos.

En el interior de Venezuela, también ha habido ruido: de payasadas presidenciales, de sables y de opositores. Y aún más furia: la de la oligarquía, claro, desposeída de privilegios criollos a golpe de nacionalizaciones y proscripciones. Pero también la de los pobres de solemnidad -negros y mulatos sobre todo- que al fin vieron llegada su hora y que hoy lloran al hombre providencial que les dio casa, comida, maestro y médico mientras los irrigaba con cientos de miles de millones de euros.

Así pues, no es de extrañar que, con limpieza decreciente, en especial tras el golpe fallido que le llevó a purgar el Ejército y apropiarse de todo el petróleo, Chávez se impusiera en casi todas sus citas con las urnas. Sólo sufrió una derrota: la del referéndum de 2007 para la reforma constitucional que le permitía ser reelegido indefinidamente. Pero se repuso en 2009 y, al fin, se diseñó perpetuo a la vez que curiosamente respetuoso con la formalidad de las urnas, como si -hipótesis altamente improbable- hubiese asimilado las tácticas eurocomunistas de conquista del Estado.

Lo penoso es que tanto ruido y tanta furia no hayan desescombrado el patio venezolano. La caótica concepción que Chávez tenía del Estado no ha producido ninguna transformación de fondo. No ha hecho ninguna de las grandes reformas prometidas y, hoy, Venezuela sigue padeciendo grandes desequilibrios económicos, crisis de escasez y tasas escalofriantes de violencia urbana consentida que hacen rivalizar a Caracas con los pudrideros más infectos de México u Honduras.

Además, Chávez deja un país muy dividido. No sólo entre beneficiarios y damnificados de su V República sino en el interior mismo de las filas del chavismo y el Ejército. La intensa pelea vivida a principios del pasado enero a propósito de la necesidad o irrelevancia de que el moribundo jurase el cargo para el que fue reelegido se convirtioó en el mejor escaparate de esa lucha que prefigura el agitado devenir de los bolivarianos.

Por el momento, tras el pacto in articulo mortis firmado entonces sobre la cama habanera de Chávez entre el vicepresidente Maduro y el ministro de Defensa, Diego Molero, el primero ha logrado saltarse la Constitución y arrebatarle la sucesión interina al presidente del Parlamento. Hábil pirueta que lo habilita casi en exclusiva para presentarse a las elecciones. Si el Ejército quiere.