Si a Joe «el Fontanero», el amigo de clase media del republicano John McCain, le preguntasen por lo que más le preocupa hoy en día, es muy probable que palmease el capó de su furgoneta: «Cada vez cuesta más pagar lo que consume este cacharro, amigo». A lo que, seguro, añadiría: «Y encima ese jodido Obama nos va a subir los impuestos si gana las elecciones del martes».

Además, tal vez Joe «el Fontanero» forme parte de esos diez millones de estadounidenses con problemas para pagar una hipoteca cuyo principal supera con mucho, tras pinchar la burbuja, el precio de tasación de su depreciada vivienda. En todo caso, es casi seguro que no incluirá en sus preocupaciones el hecho de que el final de la presidencia de George W. Bush represente el final de un ciclo político y económico, con toda la incertidumbre que esto conlleva.

Un ciclo, el de los ocho años de gobiernos neoconservadores, marcado por la arrogancia política de la Casa Blanca, el aventurerismo militar, la inestabilidad geoestratégica, el desplome de la imagen de EE UU en buena parte del mundo y un crecimiento especulativo que, al final, tiene a la clase media enfadada.

Cuando el 20 de enero de 2001 Bush juró su cargo de presidente de EE UU nadie esperaba mucho de él. Su perfil era bajo y su primer mandato arrancaba lastrado por el escándalo del escrutinio electoral. En suma, un ex alcohólico y ex cocainómano redimido por la religión y ayudado por el Supremo a ganar unos comicios en los que su rival, el vicepresidente saliente, Al Gore, se había impuesto en votos populares.

Pero la indolencia duró poco, porque los atentados del 11-S dieron el pistoletazo de salida para que el grupo de los halcones neoconservadores, los ganadores reales de las elecciones, descubrieran sus cartas.

Su juego era fuerte: aprovechar la conmoción para hacer lo que ni el padre de Bush ni el demócrata Clinton supieron o quisieron: demostrar que el final de la guerra fría había convertido a EE UU, no ya en la única superpotencia, sino en la hiperpotencia. La defensa de los intereses de EE UU, o mejor, de sus camarillas dominantes, sería en adelante la única ley internacional.

Siete años después, el resultado se conoce: EE UU ha declarado una guerra al terrorismo que le obliga a mantener abiertos dos frentes bélicos sin final a la vista: Irak y Afganistán. Las relaciones con sus viejos aliados se han deteriorado y su cotización en la Bolsa de simpatía global está por los suelos. Guantánamo, las torturas de Abu Ghraib y las cárceles secretas de la CIA no han contribuido a endulzar su imagen.

En el interior, las medidas de acompañamiento de la guerra antiterrorista -la ley Patriot y sus secuelas- no sólo han recortado las libertades civiles, sino que han llevado a Bush a intentar ejercer un modelo autocrático de presidencia, atropellando a los poderes legislativo y judicial. Su condición de comandante en jefe en época de guerra ha sido la justificación para una ofensiva autoritaria que sólo se ha visto moderada por alguna sentencia del Supremo y por la apabullante victoria demócrata en las legislativas de 2006.

Como resultado de estos errores y desmanes, Bush abandona la Casa Blanca con unos niveles de descrédito sin igual desde la presidencia de Hoover (1929-1933), el republicano que menospreció la Gran Depresión y abrió la puerta a cuatro victorias consecutivas del demócrata Roosevelt. Ayer mismo, las encuestas situaban el respaldo a Bush en el 25%.

Este fracaso en el plano político se ve acrecentado por los malos resultados económicos. Bush ha huido de cualquier gestión que no se basase en la desregularización, confiando en aquello de que el mercado funciona solo; pero la realidad, por más que la disfracen con homilías los ultraliberales, es tozuda y el mercado dejado a su albur genera fortunas, fraude y miseria.

Cuando Bush llegó a la Casa Blanca el país vivía los últimos coletazos de la recesión abierta por la quiebra de las «puntocom», las empresas nacidas para explotar el «boom» de internet. Fue el estallido de la «burbuja tecnológica». Ocho años después EE UU y el mundo están sumidos en la mayor crisis financiera desde 1929 tras el estallido de otra burbuja, la inmobiliaria.

Como consecuencia, la economía estadounidense ha entrado en la senda de la recesión: tras una contracción del PIB del 0,3% en el tercer trimestre sólo es necesario otro dato trimestral negativo en diciembre para proclamarla. Con ella ha llegado un cortejo de paro (6,1% en septiembre, el más alto en cinco años) e inflación (4,9% en septiembre). Recesión más inflación, igual a «estanflación», uno de los cócteles más temidos por los economistas. Arrasó España tras la muerte de Franco.

El diagnóstico de los expertos es claro. La vivienda sobrevalorada y las «hipotecas basura» no son sino la punta del iceberg de unas políticas económicas basadas en los recortes de impuestos a las grandes empresas y a las grandes fortunas, y en la generalización del crédito barato a casi todas las capas de la población.

El primer resultado ha sido un crecimiento especulativo muy inestable, plasmado en el «boom» bursátil de los últimos años. La quintaesencia de este modo de crear riqueza son los productos bancarios «tóxicos», que han infectado el sistema financiero internacional.

El segundo resultado ha sido un consumo desaforado que ha disparado el déficit comercial, que en 2008 doblará el de 2007. Las importaciones han consumado la decadencia, iniciada en los años ochenta, de la industria manufacturera, muy golpeada por las deslocalizaciones. Con todo, el declive de la economía productiva ha sido aminorado por la abundante mano de obra barata que representan los 12 millones de inmigrantes ilegales que Bush no ha logrado regularizar.

El tercer resultado ha sido un déficit público que ha liquidado las cuentas saneadas que dejó Clinton en 2000. Ha de precisarse, sin embargo, que pese al énfasis puesto en este desequilibrio, la deuda pública de EE UU ronda el 65% del PIB y el déficit público rebasa algo el 3% del PIB, cifras que no son motivo de alarma. No obstante, el déficit puede doblarse a causa del plan de rescate de los bancos.

Lo que sí es preocupante es el origen del déficit. EE UU necesita una seria mejora de sus obsoletas infraestructuras, al igual que políticas sociales contra la desigualdad generada por el modelo de crecimiento, que ha concentrado el 22% de la renta en el 1% de la población. Sin embargo, la causa del déficit es el gasto en Defensa, alentado por las conexiones de la Casa Blanca con la industria militar y con las compañías de prestación de servicios al Ejército, como la Halliburton del vicepresidente Cheney. De modo que mientras el Gobierno está cada vez más endeudado, la sanidad, que deja sin cobertura al 15% de la población, y la educación superan cimas de ineficacia. Este modelo de crecimiento ha ido acompañado, por otra parte, de una política energética que acentúa la dependencia del petróleo importado, en consonancia con la influencia del lobby petrolero en la Casa Blanca.

Unos 250 millones de vehículos recorren EE UU, país de baja densidad de población que ha privilegiado el transporte de mercancías por carretera. Estos vehículos son responsables del 10% del consumo diario de petróleo en el mundo y de la mitad del estadounidense. Pero EE UU produce la mitad de crudo que en 1970 y consume un 40% más. En 1970 el país cubría el 80% de sus necesidades. En 2008, apenas un 25%. Esto obliga a EE UU a mantener alianzas con países como Arabia Saudí, exportador del fundamentalismo islámico que sustenta el terrorismo al que Bush declaró la guerra.

Buena parte de esto puede que escape al alcance de Joe el Fontanero, pero no de una parte importante de la clase media, que es la que está haciendo posibles los resultados de Obama en las encuestas. Obama atrae a millones de personas que esperan un cambio que genere crecimiento estable, buena educación, sanidad para todos y un futuro legal para los inmigrantes, además de gasolina barata.