Hay días en los que ni se me ocurre nada que contar ni creo que merezca la pena darle vueltas al asunto hasta sacar algo en limpio. Hoy es uno de esos días, muchacho, y nada me parece más interesante que plantarle fuego a los dedos para escribir con verdadero sufrimiento físico o simplemente prender un cigarrillo para ver dónde ha caído la colilla del anterior. Escucho en mis cascos una versión de "I´ve got you under my skin" pasada a limpio en el piano de Diana Krall. Dura algo más de siete minutos y es lo único decente con lo que valga ahora mismo la pena pasar el rato mientras no se me ocurra alguna interesante estupidez de la que sentirme vagamente orgulloso, una idea nueva, la frase que llevo tiempo esperando, que sé yo, algo que me tenga luego dignamente ocupado mientras aprieto el culo en el retrete y hago de vientre con el rostro impasible y la mente en blanco, como si me hubiese comido la áspera digestión de una gárgola. Hoy tuve un día corriente, ni mejor ni peor que otros días, y si tuviese que hacer alguna anotación en mi diario, escribiría que he tenido un día en blanco, uno de esos días en los que sólo se te ocurre olvidar las cosas antes de pensar en ellas. Me desperté sin motivo alguno para haberlo hecho, como se despierta uno cuando habría sido más razonable que siguiese durmiendo hasta dar con una coartada para ponerse en pie. Insisto en lo que creo haber escrito aquí mismo alguna vez: hay días en los que si te despiertas es únicamente porque es lo que sabes hacer cuando se te pasa el sueño y porque si no lo haces tú, es más que probable que nadie le dé los buenos días a tu cadáver. Pero me levanté francamente cansado. Suele ocurrirme a veces. Me levanto tan cansado como si hubiese dormido debajo del cuerpo. A lo mejor es una cosa sicológica, que las cosas emocionales son muy difíciles de localizar porque nos salen en la exploración del radiólogo ni en los posos del café. Hay quien piensa que el cansancio al despertar tiene que ver con la jarana del día anterior o con el remordimiento, que algo que se arrastra aunque uno no se dé cuenta de ello, como se arrastran inconscientemente la subliminal sensación del éxito, la desgana, la reputación, los palos de la baraja y el recuerdo de aquella chica limpia y decente que se acercaba a ti sólo para provocar los celos de otro y te hizo soñar con ella algún tiempo hasta que caíste en la cuenta de que tu destino no era su destino y que sólo sería tuya en la letra de tus frases, en esa tanza de la literatura rematada en un anzuelo inútilmente cebado con una espina. Pero a lo que iba: me levanté cansado y desayuné lo de siempre, ya sabes, cualquier cosa que caliente la mesa, café, leche, un cigarrillo y un golpe de tos con el que casi me subió a la boca el olor de los pies. Durante un rato se me pasó por la cabeza la posibilidad de hacer algo distinto en algún momento del día. No hice mucho caso. Me ocurre con frecuencia. Imagino que me espera un día diferente, una ocurrencia con la que no contase, quién sabe si descubrir en el espejo una arruga que le preste a mi rostro un rasgo interesante y equívoco como los de esos tipos que acaban en la cárcel con la misma elegancia y con la misma soberbia que si para ir a presidio hubiesen superado las exigentes pruebas de un casting. Luego me miro al espejo y soy el de siempre, un tipo corriente, la clase de hombre que en un crimen histórico sólo podría ser la víctima. Nunca abrigué grandes esperanzas, muchacho. Paso por ser un tipo reservado y solitario que se conforma con utilizar los dedos de una mano para contar los dedos de la otra. Hoy tuve un día como los otros días de mi vida, nada que lo haga distinto, nada que valga siquiera la pena olvidar. Pero no me quejo. La vida me enseñó que la felicidad es una cosa que tarde o temprano siempre trae consecuencias. Mañana será otro día. Y a lo mejor resulta que mañana, amigo mío, tengo la suerte infinita de levantarme de cama como si hubiese dormido debajo de una mariposa. Porque hay noches en las que ni siquiera mi cadáver me da mal dormir...