Ahora que acaba el año del Quijote, el Gobierno gallego ha anunciado el caballeresco propósito de donar el 0,4 por ciento de sus presupuestos a los países más desfavorecidos de la Tierra. No es escasa dádiva -aunque pueda parecerlo- si se considera que las cuentas públicas de gasto para el próximo año ascienden a casi 10.000 millones de euros. Haga sus propias cuentas el amable lector.

Todavía estamos lejos los gallegos de aportar el 0,7 por ciento que las organizaciones no gubernamentales suelen fijar como proporción ideal de ayuda al Tercer Mundo; pero la decisión de la Xunta tiene su mérito, habida cuenta de que Galicia no figura precisamente entre los reinos más ricos de la Península. De hecho, el nuevo fondo de solidaridad con los pobres del planeta acordado por el Gobierno gallego multiplica por ocho la cifra hasta ahora dedicada a este tipo de caridades.

Habrá quien encuentre algo paradójico que Galicia se convierta en donante de ayudas a la vez que sigue siendo un país técnicamente pobre dentro de la Unión Europea y, por tanto, acreedor a la recepción de socorros comunitarios hasta el año 2013.

La lógica explicación reside en que todo es relativo. Puede que Galicia sea en términos estadísticos un territorio poco desarrollado -o "región objetivo número uno" por decirlo en la jerga comunitaria-; pero esa es, como el agudo lector observará, una definición típicamente europea. Y, por tanto, limitada.

Considerado el asunto desde un plano más general, tal vez resulte algo exagerado adjetivar como "pobre" a un país que ya alcanza el 78 por ciento de la media de riqueza de la actual Unión Europea que -salvo error u omisión- pasa por ser el más próspero club de naciones del mundo.

No parece mal porcentaje el que nos permite disfrutar de las tres cuartas partes de la riqueza que por término medio disfrutan países como Francia o Alemania, a los que hace poco más de un par de décadas emigrábamos los gallegos en busca de trabajo.

Prueba de ello es que las gentes de Galicia ya no viajan al extranjero obligadas por la necesidad -"espíritu aventurero" lo llamaba con negro humorismo el general Franco-, sino por mera distracción turística y afán de conocer otros países.

Bien cierto es que esta relativa prosperidad se la debemos precisamente a las cuantiosísimas ayudas aportadas por las naciones más ricas de Europa tras el ingreso de España en la unión continental, de la que ahora se cumplen veinte años. Con ellas se pagaron las autopistas, los trenes de alta velocidad, los puertos, las autovías, los programas de empleo y otras muchas regalías que le han cambiado la cara a este que un día no muy lejano fue hosco y algo tercermundista país.

Por razones obvias, la Galicia agropecuaria que partía casi de cero se benefició menos que otros reinos autónomos de la inyección de fondos de Europa, que aquí no han dado siquiera para un AVE como el que vuela de Madrid a Sevilla o a Lérida. Aun así, sólo los más obcecados podrán negar que la Galicia de hoy se parece a la de hace veinte años tanto como un huevo a una castaña. Para bien, naturalmente.

Nada hay de contradictorio, por tanto, en que los gallegos contribuyan con una módica parte de su presupuesto público anual a paliar los problemas del Tercer Mundo, aunque Galicia siga recibiendo a la vez las ayudas que la Unión Europea destina a sus territorios económicamente menos favorecidos.

Lo deseable, en realidad, sería que alcanzásemos cuanto antes los niveles de renta y producción suficientes para perder el derecho a los auxilios económicos de Bruselas. Seguramente entonces nos parecerá corto y hasta cicatero el 0,4 por ciento de ayuda a los pobres del planeta que acaso algunos gallegos consideren hoy excesivo. La generosidad nunca lo es.

anxel@arrakis.es