Por más que se haya quedado sólo en su trinchera parlamentaria -anteayer mismo, al reclamar inútilmente la comparecencia del presidente del Gobierno ante las Cortes-, por absurda que sea su postura del no generalizado y sin matices, el papel político del Partido Popular (PP) dista mucho de ser trivial. La peculiar historia de la democracia reciente española, fragmentando la izquierda, hinchando el centro, concentrando toda la derecha -desde la cerril a la civilizada- en una sola mano y dando a los nacionalismos la condición de bisagra, ha llevado a que la distancia que va entre el sustrato electoral del PP y el vocerío ideológico del partido se haya vuelto gigantesca. Lo es tanto como para que una de las dirigentes volcada hacia la derecha dura pero capaz de mirar a su alrededor se haya dado cuenta y apueste -rara avis- por la moderación frente al barullo generalizado dentro de su partido. Me refiero, como no, a la presidenta de la comunidad de Madrid, doña Esperanza Aguirre. Pero una pincelada de sensatez no basta para equilibrar lo que, a todas luces, circula por el borde del abismo.

Tras unos tiempos en los que la oposición del Partido Popular -la única, hoy por hoy, en España- se frotaba las manos, con el presidente Rodríguez Zapatero preso en la trampa de la reforma del Estatuo catalán que él mismo había montado, en apenas un fin de semana el PP se ha visto relegado a las tinieblas. Cierto es que desde las filas de la derecha española se había fomentado ese riesgo. No se desaprovechó la ocasión de desgastar al Gobierno aunque fuese a costa de asumir posturas tan arriesgadas como la de "comprender" las razones de según qué militares para salirse de las reglas jerárquicas. Pero ha sido la jugada magistral -¿fruto de la suerte?- del pacto con Convergència i Unió el que ha aupado al presidente Rodríguez Zapatero hacia el paraíso la que ha precipitado, a la vez, al PP a los infiernos.

La fórmula del "cuanto peor, mejor" parece serle de tanto gusto a la cúpula dirigente del Partido Popular que la da por válida para ellos mismos. Sólo así cabe entender que, luego de meses de apoyar la Constitución como valor supremo y negarse siquiera a hacer de ella una lectura flexible, el PP haya respondido al pacto sobre el estatuto catalán invocando una medida anticonstitucional como es un refereréndum al respecto. Buscar ahora jesuíticas fórmulas de justificación es un remedio peor que la enfermedad de origen: supone querer relegar la Constitución a la letra y olvidarse del sentido de sus preceptos. De tal suerte, el PP ha renunciado de golpe a la postura bien coherente de volverse garantía de los principios. Aún estamos esperando saber, de la boca de sus dirigentes, por qué.

La situación de secuestro de media España en manos de prácticas políticas cada vez más atolondradas es tan grave que cabe exigir una reacción. El centro derecha electoral español se merece otra cosa: una referencia capaz de aportar soluciones y no sólo conflictos. De hecho, el Partido Popular dispone de sobras de mimbres suficientes para montar otro cesto muy distinto. Y puede que, dentro ya de la paradoja, sea el propio estatuto catalán el que propicie un cambio. Las comunidades autónomas en manos del PP no le darán la espalda a las nuevas oportunidades de financiación. Pues bien, éstas pasan por dejarse de gritos y aceptar la fórmula del reparto no sólo como constitucional sino incluso como deseable.