Pasado mañana es el Día Mundial del Alzheimer, la gran epidemia del siglo XXI. Es olvidar quién eres y quiénes son los que te quieren. Un terrible proceso que va destruyendo el cerebro, derrotando a los que lo sufren y dañando a sus seres más queridos. Una autodestrucción imparable y dolorosa. Olvidan vivir, olvidan amar, se olvidan de las personas amadas, se olvidan de sí mismos. Se olvidan de todo.

Cuando el fuego destruye un hogar, si no hay víctimas, lo peor es la sensación de desamparo que deja el haber perdido no los bienes, sino todos los recuerdos: las fotos, aquella carta irrepetible, un pequeño regalo de incalculable valor, eso que siempre nos acompañó y que ya no existe... El Alzheimer lo borra todo.

Todavía no hay medicinas que curen esta enfermedad; sólo hacen que el proceso no vaya tan deprisa. No hay una vacuna para evitar que se produzca. Los científicos siguen investigando, nos prometen soluciones, pero no llegarán al mercado posiblemente hasta dentro de una década. Y, a pesar de todo, hay que ser optimistas. Hoy se diagnostica mejor, sabemos mucho más que hace años, pero ignoramos todavía demasiado.

AFAL, una de las más activas asociaciones de familiares de enfermos ha tenido que crear un programa especial para enfermos menores de 60 años. El dato es aún más preocupante. La respuesta a las necesidades de los enfermos y de sus familiares no avanza. El Plan que aprobó el anterior Gobierno parece olvidado. Faltan Centros de Día, personal especializado, ayudas a las familias, que soportan la mayoría del gasto, y a las asociaciones, concienciación social y diagnóstico precoz. Estamos hablando de más de medio millón de enfermos (de los que sólo un 4 por ciento recibe tratamiento) y cerca de tres millones de personas afectadas, que sufren estas carencias. Estamos llegando tarde. Ante una enfermedad devastadora, que cada día afecta a personas más jóvenes y cuya extensión crece al mismo ritmo que se alarga la esperanza de vida, hay que hacer algo más. Con urgencia.

El Proyecto Alzheimer que está poniendo en marcha la Fundación Reina Sofía es un gran reto y una esperanza. Pretende ser pionero en el abordaje de esta enfermedad desde lo sanitario y lo social, uniendo en un gran centro la atención a los enfermos, el apoyo a los familiares, la formación de cuidadores y el impulso decidido a la investigación. Pero no es suficiente. Hay que hacer mucho más.