El presidente George W. Bush tiene un perro que se llama Barney. Yo no sabía cómo se llamaba el animal -no hace falta el chiste fácil de decir que me refiero a Barney-, y ni siquiera sabía que el hombre más poderoso de la Tierra era aficionado a los perros hasta que ví su fotografía bajando las escaleras de un avión con lo que parece un schnautzer o un terrier negro en brazos.

El gesto denota que el presidente Bush ama a los animales -los domésticos, al menos- y también que sus prerrogativas de viajero le permiten llevar el animal a bordo, dentro de la cabina, y sin bolsa donde guardarlo. Lo segundo parece lógico; al fin y al cabo un presidente ha de tener sus prerrogativas pero, ¿y lo primero? ¿Le cuadra a Bush la sensibilidad necesaria para no sólo tener un perro sino hacerse acompañar de Barney en los viajes?

Es proverbial la pasión anglosajona por los animales y, en especial, por los de la raza canina. Creo que fue Lord Byron quien aseguraba que cuanto más conocía a los hombres más quería a su perro pero, si no fue él, lo cierto es que Olivia Edward tituló así -en clave irónicamente feminista- un libro entero. Pero todo tiene un límite. La fotografía del presidente con Barney a cuestas se publicó el mismo día en que tropas estadounidenses abrían fuego contra civiles en un control de carretera de los suburbios de Jalalabad, Afganistán, matando a dieciséis de ellos e hiriendo a una veintena más. Por supuesto, las versiones acerca del suceso son contrarias si se lee el comunicado de los militares estadounidenses y de los afectados por el tiroteo. Pero la cuestión a la que quería referirme es otra. ¿Se puede amar a un animal y permanecer indiferente ante el destino de una cantidad ingente de seres humanos?

Las ciencias biológicas ofrecen una explicación un tanto sorprendente al hecho de que haya personas a las que les repugna cazar y, por contra, pesquen sin el menor problema -yo mismo, sin ir más lejos. Se trataría de una cuestión emotiva relacionada con la escala evolutiva. La evolución de la vida sitúa a los conejos, las cabras y los ciervos mucho más cerca de nosotros los humanos que lo que pueda estarlo cualquier pez. Pero ese argumento falla al tener en cuenta que todos, absolutamente todos los civiles afganos tiroteados pertenecen a la misma especie que el presidente George Bush.

Quienes están presos en condiciones infrahumanas en Guantánamo, también son de nuestra especie. De lo que cabe concluir que las sensibilidades, tratándose de los hombres de Estado al menos, discurren por canales muy diversos. Ya se sabía, por cierto. Los jerarcas del nacionalsocialismo eran capaces de extasiarse con la música clásica y algunos de ellos también adoraban a los perros. ¿Hacen falta más ejemplos?

Tal vez no pero, sin duda, andamos todavía escasos de explicaciones acerca de esa capacidad de amor tan sesgada. Querer a un perro, cuidar de él, usar una correa extensible para que, al pasear, corretee, cepillarle las greñas y hacer cosas por el estilo son indicios de una sensibilidad que luego desaparece cuando andan por medio unos seres que nos deberían conmover, en principio, mucho más. El que no sea así arroja penumbras un tanto inquietantes acerca de lo que es la naturaleza humana.