Profetizan los augures del clima en su último informe una subida de hasta cuatro grados en la temperatura del planeta, la elevación del nivel de los océanos en casi veinte centímetros y la multiplicación de oleadas de calor, huracanes, sequías e inundaciones en este sombrío siglo XXI. Pues menuda novedad.

Acostumbrados a esas y otras catástrofes, los gallegos llevamos ya algún tiempo viviendo un anticipo de ese Apocalipsis que una vez más acaba de pronosticar el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPPC, en sus siglas inglesas) patrocinado por Naciones Unidas.

Sólo en el último año, este reino de todas las desventuras ha contribuido al calentamiento global de la Tierra con una oleada de incendios que durante el verano arrasó -como se sabe- el tres por ciento de su manto de bosques. Y, apenas disipado el humo gracias al eficiente servicio de extinción de la lluvia, la Naturaleza herida se vengó de aquella afrenta con una sucesión de riadas tan tenaces como devastadoras al norte y sur del país.

A todo ello habría que agregar -aunque en apariencia no guarden relación con el cambio climático- otras calamidades ocurridas en años anteriores, tales que la epidemia de vacas locas, los furiosos temporales o las siete mareas negras que, además de la del "Prestige", ennegrecieron las costas y el futuro de Galicia durante las últimas décadas.

Frente a tamaña sucesión de desórdenes en la atmósfera y a ras de tierra y agua, poco puede asustar ya a los gallegos el anuncio de futuros desastres como consecuencia del roto que la Humanidad -es decir: China y Estados Unidos- le está haciendo a la capa de ozono. Peritos en toda clase de desgracias, la amenaza del calentamiento global nos coge ya quemados de sobra.

Si acaso, los funestos augurios del IPPC podrían servir para que el Gobierno gallego adecuase sus medidas legislativas a los cambios climáticos que se anuncian.

La elevación del nivel de mar en veinte centímetros, por ejemplo, habría de comerle inevitablemente varias decenas de metros a las playas y, en general, a la ribera marítima de Galicia. Cae de cajón que esa previsible circunstancia obligaría a ampliar -o reducir, según se vea- la franja de quinientos metros en la que la nueva Ley de Protección del Litoral elaborada por la Xunta prohíbe la edificación de viviendas y otros equipamientos.

Esta no deja de ser, naturalmente, una mera anécdota en comparación con las muchas calamidades que los científicos vaticinan como efecto del famoso cambio climático. No hay más que ver el calor que hizo este verano, lo retrasadas que vinieron las lluvias e incluso el hecho incontestable de que está muriendo gente que no había muerto nunca para intuir que algo raro está pasando en el mundo. Si a todo ello se añaden los infaustos augurios de la ciencia respaldados por Naciones Unidas, fácil será concluir que los pesimistas tienen razones para serlo.

Nos queda, claro está, el consuelo de saber que estas predicciones formuladas a cien años vista resultan de imposible verificación. Salvo inesperado milagro de la ciencia, de aquí a un siglo no quedará vivo ninguno de los que hacen esos apocalípticos presagios; y tampoco andaremos por aquí las gentes del común para comprobar si acertaron o no. El problema lo sufrirán las futuras generaciones, aunque también ellas podrían confortarse pensando que si los meteorólogos fallan a la hora de predecir lluvia o sol en el breve plazo de tres días, no hay razón alguna para pensar que afinen más el pronóstico para dentro de cien años.

Acierten o no los augures en la predicción del cataclismo climático, los gallegos jugamos con ventaja. Y es que resulta difícil imaginar nuevas catástrofes que aquí no hayamos sufrido ya a modo de anticipo del Apocalipsis.

anxel@arrakis.es