Desde hace años existe en los medios de comunicación una ley no escrita que condena al silencio a los casos de suicidio. Los periodistas son conocedores, semana sí, semana no, de tragedias que acaban en la papelera. La mediatización de la sociedad, la tendencia cada vez mayor de los lectores, oyentes o telespectadores a llamar a las redacciones para contar sus problemas -familiares, personales, vecinales- ha convertido en alguna ocasión a los periodistas no sólo en discretos conocedores de suicidios, sino incluso en testigos de su intento. Mi propio hermano protagonizó un sonoro capítulo -sonoro entre los compañeros de trabajo, pues nunca trascendió- cuando hace unos años recibió en la redacción de FARO una llamada de un joven anónimo diciéndole que estaba en su casa y que iba a suicidarse. Comenzó entonces una tensa conversación en la que trató de que convencerlo para que desistiese de sus tristes planes, pero parecía firmemente decidido. Se negaba, además, a decir su dirección. Desde la centralita habían pasado la llamada a la terminal de mi hermano, que entonces no identificaba el número. En esas condiciones, localizarlo resultaba imposible. Tras más de una hora de dramática conversación, Alberto, que entretanto había logrado comunicar mediante gestos a los compañeros qué estaba ocurriendo, sólo había podido sonsacarle que vivía en un piso de Vigo con su abuela, y entonces, sabiendo que de ello podía depender la vida de aquel chaval, se lo jugó todo a un carta: con la excusa de que debía salir para una reunión, le pidió que le llamase al móvil. "Quieres engañarme", desconfió el chico al principio, pero finalmente aceptó. El número que aparecía en la pantalla fue trasladado de inmediato a la Policía, que había sido previamente informada y que, dos horas después de iniciada la conversación, irrumpió en su domicilio. Encontraron al rapaz hablando todavía con mi hermano, felizmente vivo, y a una sorprendida abuela que veía la televisión en la salita, ignorante de la tragedia que se estaba fraguando en la habitación contigua. La anécdota viene a cuento porque estos días se ha apelado mucho a la mesura de los periodistas, y conviene, por tanto, recordar que los días en las redacciones están llenos de tragedias anónimas que se silencian, y esa capacidad de autorregulación es la que distingue a un periodista y a un medio cabales. Lo demás, la basura que se lee y ve por ahí, es harina de otro costal. Una harina que, por cierto, consume enloquecida cierta sociedad enferma que después apela a las honestidades ajenas. Además, quería contar esta anécdota porque, transcurridos varios años, mi hermano bien se lo merecía. Quizá aquel chico sea ya un hombretón hecho y derecho. Quizás, hoy, lea esto y sonría. Va por ti, Alberto, por la envidia que me das de haber podido, y haber sabido, ser un ángel por un día.