Hay canciones que me recuerdan sensaciones que tuve al escucharlas y me sirven para conmemorar el pasado, para recordar el rostro de una mujer, o para evocar un mal trago, pero en cualquier caso, no hay una sola melodía que me infunda al mismo tiempo nostalgia y remordimiento. Sin embargo, no hay en mi vida un solo error al que no me haya podido sobreponer, del mismo modo que tampoco hay en ella un solo acierto cuyas consecuencias no haya superado. No tengo un sentido trágico del pasado, sino una visión simbólica y pasiva. Con el tiempo uno se vuelve más escéptico y soporta mejor las adversidades. Por lo general, de mis fracasos sentimentales el efecto que más tardo en superar es el montante de las facturas. Cada vez que me falla una mujer, no es al corazón, sino al bolsillo, a donde primero me llevo la mano, lo que me hace pensar que el divorcio resultaría menos traumático si lo subvencionase la Seguridad Social. El resto suele ser hora y media de tristeza, una noche de copas y la certeza de que al amanecer todo será distinto. A pesar de las interesadas apariencias poéticas, todo el mundo sobrevive al desamor antes que a la hipoteca del piso. Y si uno revisa sinceramente su pasado, descubrirá que las tres o cuatro razones que tuvo para volcarse con aquella mujer, no fueron nada comparado con los motivos que tendría luego para lamentar haberlo hecho. Naturalmente, podremos echarle la culpa a la soledad, a las copas, a que era invierno y su corazón te pareció el fuego más cercano, o a la música, sobre todo a la música, que es lo que hace que uno pierda la cabeza y diga cosas que habría sido mejor que le pudriesen la lengua al empezar a pronunciarlas. ¿Tan distinta de las demás era aquella mujer, precisamente aquella y no otra? Ahora que de lo vuestro ya sólo quedan el confeti de picar las fotos y la ilegible minuta del abogado, ahora, muchacho, te das cuenta de que en realidad no era para tanto, que todo fue por culpa de la maldita precipitación o por haberle dicho algo hermoso que jamás creíste que se tomaría en serio, ¡qué se yo!, una frase pensada para la talla de otra mujer y que a ella le pareció un guante a la medida justa de sus manos... A veces ocurren cosas con las que no contamos y es como haber disparado en la oscuridad del dormitorio, prender luego la luz y encontrar una perdiz sobre la cama. Algo así es un accidente, un simple accidente, lo que pasa es que por vanidad, por conveniencia o por resignación, solemos llamarlo flechazo, aunque los racionalistas dicen que se trata de "química", con lo cual el amor pierde toda su emoción y la magia de su misterio y queda reducido a una mezcla de secreciones que no proceden precisamente del alma, sino de un punto intermedio entre la boca del estómago, la billetera y la próstata. ¿Y a quién culpar? Cada uno sabe de su propia vida. En mi caso creo que no hay una sola decisión que no tomase arrastrado a ello por el influjo de la música. Mi barman de "El Corzo" sabe cuales son las canciones que me desatan la lengua y mejoran mis frases, y en momentos determinados, con sólo mirarnos, él ya sabe que "Woman in love" es lo que necesito en ese momento para mostrar mi lado más sentimental. Conoce también aquellas otras melodías que me facilitan cualquier excusa para zanjar una conversación o para interrumpir el baile si he cometido la imprudencia de salir a la pista. El bueno de Tino sabe cual es en cada instante mi estado de ánimo y conoce al dedillo mis necesidades, de modo que jamás se equivoca al elegir la música. Entonces levanto los ojos hacia él y sin mediar palabra, me trae un par de posavasos en los que escribo seguidamente un puñado de frases que podrían acabar al poco rato en los ojos de una mujer, al día siguiente en un artículo o, esa misma noche, sencillamente, en el filtro de la lavadora.

Le debo al gusto musical de mi barman los mejores momentos que pasé en "El Corzo", incluyendo lo que de bueno tiene romper con una mujer que ya no te soporta porque no eras como ella se había imaginado, porque le entraron remordimientos, o, ¡qué demonios!, porque se dio cuenta de que a tus bolsillos ya sólo le quedaban las monedas justas para tranquilizar tu conciencia intentando llamar a alguien de quien sepas con seguridad que tiene el teléfono cortado. Ya no le doy importancia a lo que antes me parecían terribles amarguras. En mis relaciones afectivas empleo el ochenta por ciento de mis energías; el otro veinte por ciento lo necesito para acabar con ellas. Superado el trance de la música, me repongo, recapacito y suelo salir adelante añadiéndole a la madrugada un par de copas, una canción elegida por el fino instinto sicológico de mi barman y la idea de que el fracaso fue lo mejor que me pudo ocurrir con aquella mujer, porque de haber prosperado lo nuestro, tarde o temprano descubriríamos que estábamos equivocados, que mis pies eran demasiado grandes para seguirles el pasos, que su boca era demasiado pequeña para meterle la lengua de Frank Sinatra, y que, por nuestra manera de ser, no soportaríamos retirarnos a vivir en un piso en el que el dormitorio no abriese de madrugada con la llave del coche.