Unas rudimentarias anillas, un potro y unas barras fabricadas artesanalmente en una finca de Tirán (Moaña) fueron las primeras compañeras de juegos de un joven madrileño de adopción pero de corazón gallego. El idilio de Jesús Carballo con la gimnasia comenzó a los cinco años en el terreno de un Javier Castroviejo del que Jesús Carballo padre siempre habla como del "hombre clave de este deporte en O Morrazo".

Allí, como una diversión de chiquillos, "y viendo pasar a las gallinas mientras hacía barra fija", tal y como Carballo recordaba, se gestó un campeón del mundo. Buena parte de la responsabilidad le corresponde a un padre, actual seleccionador femenino, que supo inculcar en sus tres hijos la afición por este deporte, algo que Jesús no olvida. "Había un gran agujero en la gimnasia y se echaba de menos un gran resultado. Lo conseguí por el trabajo y por la suerte de tener a mi padre al lado", comentó a FARO tras lograr el Europeo de 1998. A su padre le corresponde también el mérito del cariño que Jesús siempre le tuvo a la tierra de sus ancestros. "Mis mejores recuerdos son en casa de mi abuela, en la bajada a la playa", recordaba en una de sus habituales visitas para verla. En cada ocasión en que su apretada agenda se lo permitía, regresaba a O Morrazo, de donde destacaba paisajes, gastronomía y tranquilidad por igual. La visita a la playa, el paseo por la arena, era una obligación casi

ineludible.

Los éxitos nunca modificaron un carácter afable y humilde, porque nunca perdió la perspectiva de sus inicios y porque conoció demasiado pronto la cara amarga del deporte, a la que se enfrentó con una tenacidad encomiable para volver una y otra vez tras las lesiones. Como él mismo decía, "el éxito es sólo un segundo en la vida".