Natalia Martín / NUEVA ORLEANS

Sin apenas que llevarse a la boca, como no sea comida del Ejército, sin camas ni agua para lavarse y rodeados de un olor pestilente, la vida es dura para los que han de quedarse en el gran vertedero que ahora es Nueva Orleans. Ejemplo de ello daba el dueño del restaurante de comida "creole" Patout's, en el Barrio Francés, Finis Shelnutt, al degustar, en una mesa improvisada frente al local y al lado de un montón de fétida basura, un pollo con caldo.

Shelnutt extraía cucharadas de pollo de la bolsa de plástico marrón que distribuye el Ejército con comida que se calienta automáticamente en contacto con el agua. "Está exquisito -señalaba sarcástico a Efe-, igualito que el que servimos nosotros". La brocheta de ostras, las gambas "remoulade" o los champiñones rellenos que dan fama al restaurante en una ciudad que era conocida por su exquisita gastronomía son, por supuesto, un lejano recuerdo que cuesta evocar entre los efluvios de los desechos.

Ahora, el mayor lujo para los miembros de los grupos de rescate y la prensa de a pie -esto es, los que no se alojan en los autobuses de las grandes cadenas de televisión, donde parece que no pasan demasiados apuros- son los perritos calientes y bolsas de patatas fritas con sal y vinagre que el martes comenzó a despachar la organización filantrópica Salvation Army (Ejército de Salvación).

"¿Puedo comer más?", preguntaba en el quiosco del Salvation Army Gerardo Mora, fotógrafo de Efe, harto de las galletitas saladas de queso y latas de atún con un pan transformado en una masa chiclosa que ha sido el principal menú de la semana.

Entre el calor inclemente de Luisiana, la humedad y las ráfagas de olor a muerto que sorprenden a los pocos que circulan por las calles, saturadas de restos de todo tipo y excrementos, la comida no es una prioridad. En cambio darse una ducha y lavarse bien donde ha salpicado ese agua infecta, es un sueño que no puede cumplirse en Nueva Orleans.