Usar dinamita o pasar hambre. Ése es el dilema al que aún se enfrentan muchos pescadores en algunos países pobres que ven en la pesca con explosivos su única forma de vivir al día pese a comprometer su futuro con los daños ecológicos que causan. Prohibida en casi todos los países, esa práctica sigue representando una vía rápida, no sin riesgos, para obtener pescado en zonas de África y el Sudeste Asiático.

Con el estallido de artefactos caseros se envían ondas a través del agua que matan grandes cantidades de peces, incluidos los más pequeños. Su comercio y el tráfico ilegal de explosivos, vendidos a bajo precio en minas y fábricas, mantienen vivo el negocio, del que se aprovechan contrabandistas y patrones, según los investigadores.

Uno de los casos más sonados es el de Tanzania, donde las explosiones destrozan los arrecifes de coral, importante polo de atracción turística, y con ellos el hábitat de las poblaciones de peces. "Acabar con esta pesca es cada vez más difícil porque se trata de algo ilegal, un mercado negro que continúa operando por la demanda de pescado de la población, dependiente de ese recurso", señala el experto Johannes Dirk Kotze, del grupo Stop Illegal Fishing.

Organizaciones internacionales, activistas y autoridades se han unido en los últimos veinte años contra la pesca con explosivos en Tanzania hasta casi erradicarla, pero la falta de fondos llevó a relajar los controles desde 2005 y el problema resurgió. Desde 2011 el programa regional SmartFish, financiado por la Unión Europea y puesto en marcha por la Comisión del Océano Índico y la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), ayuda al Gobierno a perseguir los delitos pesqueros.

Las operaciones conjuntas permitieron en su día arrestar a sospechosos y confiscar cientos de kilos de explosivos y decenas de buques de pesca, pero pusieron en evidencia su incapacidad de desmantelar una red que resultó ser mucho más compleja de lo que se creía.