Se hizo de rogar, porque una indisposición le retuvo más días de los previstos en Santiago y la visita al castillo de Soutomaior duró más de lo acordado, pero por fin, el uno de agosto de 1877 Alfonso XII llegaba a Vigo, en lo que sería la primera estancia de un rey a la ciudad.

FARO, que llevaba días anunciando la visita y dando cuenta de los preparativos, no escatimó espacio aunque dejó claro que "con la precipitación que escribimos estas líneas no es posible que nos hagamos cargo del aspecto que ofrecía ayer la población de Vigo a causa de la llegada de S.M. el Rey".

A las dos y media en punto partió de Vigo al tren real hacia Redondela compuesto de una máquina, un furgón, y siete coches, incluso el que estaba destinado a Don Alfonso. El coche salón que la Empresa del ferrocarril hizo habilitar para la ocasión estaba forrado de damasco en forma de estrías en la techumbre, y tapizado el resto a dos colores, azul y blanco, con un pequeño trono que coronaba un escudo real.

El tren real salió de Redondela para Vigo a las 7 y 27 minutos de la tarde, dirigido por el propio director gerente de la empresa el Sr D. Antonio Cantero. Realizó el trayecto en 23 minutos.

Banderolas y cortinajes ondeaban al viento del Norte, "cada vez mas recio, pero también más impotente para calmar el entusiasmo, el delirio y la impaciencia pública por la llegada del tren".

Era, pues, noche cerrada cuando Alfonso XII pisó el andén, "y no diremos rodeado del elemento oficial que allí le esperaba, sino del pueblo en masa, al que no hubo guardias que pudiesen contener en los deseos de victorear y conocer al joven Monarca, esperanza y orgullo del pueblo hispano".

Lamentaban el periódico "y Vigo en general" la dilatada detención de D. Alfonso XII en el castillo de Sotomayor, pues sin ese contratiempo, "el Rey hubiera podido admirar nuestra hermosa bahía, la bella campiña que atraviesa la línea del ferrocarril, el panorámico y sorprendente golpe de vista que se descubre desde la Estación".

Hubiera visto aparte de esas galas naturales, que descubre su vista por todas partes, "la solemne majestad de un pueblo que dudaba si la intriga, como otras muchas veces, no se había interpuesto en el camino del ilustre soberano D. Alfonso el Pacificador."

La calle del Príncipe había encendido la iluminación cuando a los gritos de ¡El Rey!... ¡El Rey!... ¡El Rey!... las señoras agitaban sus pañuelos, el pueblo vitoreaba a su Soberano y desde los balcones caían por todas partes flores, coronas, poesías y ramilletes.

El Rey pasó a la Iglesia donde se cantó un Te Deum, oficiando el ilustrísimo Sr. Obispo de la Diócesis, y concluido éste, volvió a recorrer entre vítores las calles del tránsito hasta el Ramalillo. Y de allí, al muelle para embarcar en la falúa de la Victoria, que, con la escuadra, había entrado a la una de la tarde del mismo día.

La precipitación con que el coche del Rey hizo el trayecto, el viento fuerte que reinaba, y sobre todo, no haber contado que su entrada en Vigo fuese de noche, no dio tiempo a encender los faroles de todo el recinto del malecón, sino los de la carrera por donde pasaba, vitoreándole el pueblo que se había reunido la entrada del muelle de madera donde sonaba la marcha real y la música de Puenteareas.

El mar, un tanto agitado, por desgracia, "robaba al puerto esa grandiosa majestad que tiene cuando se muestra en completa calma, como sucedió la noche anterior" y allá, sobre la masa informe de las intranquilas olas, "íbanse las miradas de todos estos vecinos como si buscaran algo que pudiera calmar un afán que era indefinible en tales momentos, mas cuyo origen no era otro que el deseo de contemplar, de ver y saludar al Rey".

El monte del Castro estaba muy bien iluminado, con fogatas en un perfecto orden formando un triángulo, el monte de la Guía y algunos otros puntos se veían también con luces. La ciudad ofrecía, pues, un buen golpe de vista.