Se duchaban ayudados de una regadera y han llegado a caminar dos kilómetros en busca de agua dulce, porque del pozo que perforaron sólo salía líquido con sabor a sargazo. Mucho antes de que las islas Cíes fuesen declaradas parque Nacional y la acampada libre y el tiempo de estancia, restringidos, un matrimonio se dedicaba a los turistas. El archipiélago más famoso de las islas Atlánticas de Galicia ha envuelto sus vidas durante tres décadas. Paralelamente. Se construyeron y deshicieron juntos.

Llegaron en los setenta. Cuando se fueron, en 2001, ya no quedaba ningún vecino -después de que "Pichocho", el último nativo, falleciera-. Y no volvieron la vista atrás. Desde entonces, aún no regresaron. "Se estaba mejor antes, porque cada uno acampaba donde quería y la gente no hacía daño a nadie", asegura la mujer.

José Viñas Francisco, natural de Meira (Moaña) y de 82 años, fue patrón del "Islas Ficas". Transportó a miles de pasajeros a las islas de los dioses cada año. Al principio atracaban en la arena de playa. Las primeras piedras del muelle de Rodas fueron colocadas ante sus ojos. Él llevaba a los canteros -de Tebra (Tomiño)-.

Su mujer, María Nogueira, de 83 años, ha dado comida, aliento y provisiones a generaciones de veraneantes en un restaurante que estrenó con la vajilla de su casa como único atrezo: "La única que tenía, la llevé para allí. Al principio no había puertas ni ventanas y por la noche escuchábamos que venían a robar arena".

Una de sus hijas se casó en la isla -a donde viajó un cura de Panxón- y seis meses después se la tragó el mar. Tenía 18 años y naufragó junto a su marido y dos cuñados en un viaje a la península a por provisiones, truncado por el temporal. Aquel capítulo ha quedado especialmente marcado en la memoria de todos. Afectos y recuerdos enlazaron su destino.

Santiago Paredes Viñas, uno de los nietos que paradójicamente hoy es gerente de una empresa de barcos, recuerda unas nanas muy peculiares desde la azotea del restaurante, a donde subían a ver las estrellas: allí dormía mecido cada verano por el fol de alguna gaiterada o la música de Georgie Dann. También el frotar de las conchas y las queimadas. Tiene recuerdos de todo tipo: "Era una isla muy romántica y allí no había escapatoria", bromea.

Trabajaron 29 personas, diez familiares. Uno de los episodios que vivieron con más curiosidad fue la llegada de cinco curas capuchinos en los setenta, "para bañarse y comer unas sardinas asadas".